La ideología que deviene en dogma: «Los derechos humanos como montaje histórico»

Óscar Enríquez Altamirano

“Durante el siglo XX los derechos del hombre, sobre todo la Declaración de Derechos de 1789 y la Universal de las Naciones Unidas de 1948 se han convertido en una religión. Blanden sus textos sagrados como si fueran las Tablas de la Ley dictadas por Moisés. Tienen sus mitos fundadores: el viejo mito del Estado de naturaleza individualista; sus misterios, pues su sentido más profundo no queda del todo claro; su clero, sus capillas, sus celebraciones solemnes, sus apologetas. Podrían también tener sus inquisidores. De donde se sigue que nuestra libertad puede volverse un sacrilegio[1].

Michel Villey.

PRÓLOGO

Sacrilegio. Tal es el grave delito con que social y jurídicamente son condenados quienes osan actuar contra la doctrina de los derechos humanos. Estrenada mundialmente como coronación a procesos intelectuales bien definidos, cuyo elemento en común es el hombre en cuanto ser que ocupa el lugar de Dios, en un sentido utópicamente positivo (el buen salvaje de Rousseau), lúgubremente negativo (el titánico lobezno de Hobbes), u optimistamente intermedio (el ingenuo ciudadano de Locke). Sea cual sea el punto de partida para iniciarse en la doctrina en cuestión, todas han contribuido a forzar “consenso” en los países de influencia occidental.

Pero ¿existen realmente estos derechos, y/o es viable aplicarlos universalmente? Si no, ¿cómo definimos a quién si y no? La respuesta debe ser anunciada según la realidad que muchos saben, pero pocos comentan: Los derechos humanos son un montaje instrumental para proscribir y erradicar grupos que disientan de la “verdad oficial”, valiéndose para ello de una confusión respecto a los reales derechos y bienes de las personas, por medio de una narrativa confusional y sentimental.

La senda ideológica del montaje cobró forma en la modernidad, y luego, asumió el poder en siglos contemporáneos. Empero, los asaltos posmodernos del presente dejan expuestos los vacíos tras su aparataje. A continuación, reseñaremos su desarrollo histórico, para así desenmascarar su naturaleza totalitaria. Sin embargo, si alguno comienza a pensar que por negar la existencia de los derechos humanos se avalan asesinatos, persecuciones, robos y matonaje de cualquier tipo, se equivoca; porque, las reglas contra estos delitos eran —y aún pueden ser— realizables fuera del montaje, y hasta con mayor honestidad que en el caso de una doctrina que ensalza como si nada a personas con simpatías dudosas.

Y cómo no son más que un montaje, por medio de un montaje en tres actos lo vamos a demostrar. Recuérdese sí que un montaje se compone de dos partes: Una idea a montar y el hecho práctico de ensamble, ambas partes que, adelantamos, han tenido por promotores a un grupo que impulsó sus intereses egoístas a costa de sociedades donde su poder político era poco y nada frente al económico con que contaban.

ACTO I

Tout pour le peuple, rien par le peuple

Protagonista: El leviatánico lobezno de Hobbes.

El tiempo lejano, donde las naciones no existían tal y como hoy las conocemos, tuvo entre sus luchas políticas más relevantes aquellas entre reyes y pontífices, mientras que el resto de bellatores (nobles) tomaba partido por uno u otro bando, siguiéndoles sus respectivos laboratores (trabajadores). Pero, una parte de los laboratores nunca estuvo conforme con aquel entramado social, en que el campo era el principal espacio para el desarrollo de la vida y la ciudad era vista con recelo.

En comparación con los otros estamentos, cuya función tenía mayor rol y espacio para el desarrollo de la comunidad, los burgueses fueron históricamente un grupo relegado (Morsel: 2008). Desarrollaron así nociones de libertad ariscas a las estructuras de poder medieval, que fueron impulsadas eficazmente tras la revolución comercial que anuló el poder de la Iglesia y los señores feudales, dando paso al absolutismo de monarcas cuyas finanzas acabaron dependiendo completamente del soporte burgués.

Pasamos así de una sociedad con prevalencia de la espiritualidad, en que los bienes más altos eran inmateriales, a otra donde prepondera la carnalidad, con los bienes materiales tenidos por mayores. La bisagra para dicho cambio fue el ascenso de la burguesía y su adhesión a teorías que antecedieron al actual discurso de DD.HH. Distinguiremos en estas, dos vertientes genéricas, y finalmente complementarias, que permitieron un resultado práctico común: mayor poder para los burgueses en detrimento de sus adversarios como sinónimo de libertad frente a la tiranía de turno.

La primera vertiente fue el humanismo. Caracterizado por el escepticismo frente a verdades trascendentales (con preferencia por las inmanentes), así como por el rechazo a la influencia de categorías sobrenaturales y creencias dogmáticas, el humanismo puso al hombre como objeto de estudio por sí mismo, otorgándole dignidad cuasi-divina y lejanamente remitida a la concepción cristiana de Dios (Jasinowski: 1968, p. 23). El hombre debía florecer ajeno a las ideas de sumisión y sólida estructura estamental del mundo cristiano. Así, la autoridad política y moral de la Iglesia Católica, junto con la justicia basada en el derecho natural realista metafísico, serían adversarios mortales que impiden el desplazamiento de la fe en Dios al hombre[2].

La segunda vertiente fue el protestantismo. Corriente revolucionaria que postuló un igualitarismo y subjetivismo radical, que coincide con el humanismo en el resultado práctico de superar la autoridad de la jerarquía católica (Jasinowski: 1968, pp. 26-28). Respecto a los dogmas y misterios, comenzó una arbitraria revisión de estos (libre interpretación), basada en la Biblia, pero que prescinde de la exégesis tradicional y del culto sostenido por sus principales exponentes (Padres de la Iglesia). Asimismo, trajo consigo la mutilación de la liturgia, en tanto el fideísmo extremo implicó el traspaso de una época de creyentes a crédulos[3].

Y, pese a ser corrientes antagónicas en cuanto concepción del hombre y valoración de la naturaleza, ambas potenciaron la participación en el poder para la burguesía (aún en alianza con nobles) y el debilitamiento crucial para la autoridad romana. Había llegado el tiempo de la soberanía inherente a los gobernantes, y de la exaltación de los particularismos (el subjetivismo radical de los países), frente a la organización católica de tipo universal[4]. Los burgueses seguían en segundo plano, pero contaban con más herramientas a su favor y, desde entonces, tendrían tiempo para decantar sus nociones de libertad e igualdad en una teoría que justificase el poder en plenitud para ellos.

Hubo entonces un grave desequilibrio político (guerras de religión), en que el vacío de poder, subsecuente a la anulación de la Iglesia, fue asumido por monarcas absolutos hasta que la insostenibilidad de estos abrió paso definitivo al poder de comerciantes y financieros que tuvieron en el debilitamiento de la Iglesia la oportunidad histórica para introducir la usura y dar al dinero valor espiritual (D’Ors: 1990, pp. 44-446).

Inglaterra y su aporte al montaje ejemplificarán lo anterior. Envuelta en disputas religiosas y políticas, como consecuencia del cisma de Enrique VIII (1534), el siglo XVII fue particularmente provechoso para los burgueses de Inglaterra y Escocia, quienes, contentos primero con la desaparición del poder católico, buscaron luego la forma de limitar el nuevo poder absoluto —traspasado a la corona tras someter el culto oficial al anglicanismo instrumental— , a través de su participación en los sucesivos conflictos civiles en torno a la forma de gobierno.

De modo novedosamente exitoso —a diferencia de lo ocurrido en el continente— los burgueses se organizaron en el partido whig, vanguardia liberal y presbiteriana que, en representación de los intereses mercantilistas, impuso con éxito el reconocimiento de derechos absolutos a los súbditos por el simple hecho de ser tales. Tal triunfo se consagró con el Bill of Rights (1689), que limitó el poder del monarca con contrapeso del parlamento protestante.

Los whigs habían aparecido con violencia en 1648 y ya en 1649 celebraban la decapitación del rey Carlos I. Su triunfo militar en 1651 inició la dictadura de Oliver Cromwell, que consolidó el ascenso de la burguesía presbiteriana al poder, en alianza con la facción más liberal de la nobleza. En conjunto plantearon la república leviatánica como organización ideal para una sociedad mercantilista puritana, donde los burgueses asumían características mesiánicas propias del inmanentismo que les impulsaba (Navarrete: 2018, pp. 218-2019). Y, en conformidad con la tónica propia de este tipo de montajes, cualquier grupo de la sociedad que tuviese una concepción distinta a la hegemónica debía ser proscrito, que no exterminado (Rodríguez: 2017, p. 184). Ese grupo fueron precisamente los católicos, cuyo intento de aniquilamiento superó con creces las persecuciones y acosos que databan del período de Enrique VIII.

La experiencia republicana inglesa terminó tras la muerte de Cromwell, pero lo esencial de su legado —transformar a la comunidad política en una sociedad comercial, puritanismo como contrapeso espiritual y exclusión del catolicismo— se mantuvo hasta triunfar en 1688 con el derrocamiento de Jacobo II y el inicio liberal de la monarquía parlamentaria. El terror de Cromwell levantaría ejemplos similares en los siglos siguientes[5] y, a diferencia de las masacres que en épocas anteriores podían ejecutarse contra enemigos políticos, esta sería la primera en que las mismas van anunciadas junto al descaro de promover derechos inalienables respecto a las personas por sí mismas.

“Precio a pagar” para evitar que el hombre sea un lobo para el hombre, tal como sistematizó Hobbes, cuya teoría tuvo su mayor chance de aplicación bajo Cromwell, para, no obstante, dejar (tras la caída de este) una conquista firme para la sociedad comercial violentamente asentada, que desde entonces sostiene al sistema británico.

ACTO II

Tout pour le peuple et par le peuple

Protagonista: El buen salvaje de Rousseau.

Durante el mismo siglo XVII —y a diferencia de lo ocurrido en la isla— la integración de la burguesía por parte de la monarquía francesa resultó en principio más exitosa, en tanto la misma le permitió fortalecer su burocracia y debilitar importantes reductos de nobles locales. El conflicto religioso se atemperó con posterioridad al “París bien vale una Misa” de Enrique IV, y la mayor parte del siglo XVIII se tradujo en una creciente colaboración de la burguesía dentro del poder político absoluto, especialmente bajo Luis XIV.

Representante insigne del “despotismo ilustrado” y fiel reflejo del ideal hobessiano. Luis XIV fue el tipo de soberano que la burguesía inglesa se había encargado de repeler a tiempo, a cambio de asegurar su propia participación en el poder absoluto. El monarca francés encarnó en sí la consecuencia lógica de un régimen que había desplazado el contrapeso eclesiástico, subordinándolo (galicanismo) sin llegar a un quiebre como el de Enrique VIII.

El largo reinado de Luis XIV confirmó la nueva realidad de un occidente secularizado, en que el más famoso de sus gobernantes era reconocido por los suyos como “un sol”, denominación que en siglos anteriores solamente habría sido atribuida a Cristo, confirmándose así la consolidación de un nuevo tiempo que, concebido a partir del humanismo y el protestantismo, pondría al hombre en el lugar de Dios (antropocentrismo), al reclamar para sí mismo los derechos absolutos que en otro tiempo solo habrían sido atribuidos a él.

Tal sistema de paternalismo que pretendía gobernar para el pueblo, pero sin él, se corrompió rápidamente ante la ausencia de un contrapeso espiritual. Los burgueses, reforzados con la Ilustración, se autoproclamaron entonces como grupo idóneo para redimir a la sociedad. Y es que, si el poder económico era sinónimo de los más altos bienes alcanzables, correspondía a ellos —y no ya a nobles o clérigos— asumir la autoridad “moral” de la sociedad en cuestión.

Un nuevo Mythos fundacional les validó para desatar la revolución: Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos[6]. Utopismo de alta carga emocional basado en una concepción individualista del hombre y contrario a la más sencilla realidad, “Porque ese individuo aislado, sujeto libre de derechos inalienables no existe. El que verdaderamente existe nace en el seno de una familia sin voz, ni voto y con apenas una cierta aptitud para pedir se atienda sus necesidades elementales” (Calderón: 2017, p.211).

La revolución francesa desatada en 1789 trasladó así la dignidad absoluta asumida por los monarcas desde el inicio de la modernidad, reclamándola para un conjunto abstracto y misterioso identificado como “el pueblo”. Y, aunque hubo masas populares de extracción urbana dispuestas a secundar el revolucionario discurso de la burguesía, es evidente que no existía mayor interés en que estos participasen activamente dentro del poder político. Sería entonces “todo para el pueblo y por el pueblo”, si bien con parte importante del mismo limitado a marcar una papeleta unas cuantas veces al año, siempre que contasen con cierta instrucción y patrimonio.

Patrimonio que fue el gran beneficiado del proceso revolucionario al ser liberalizado respecto a los restos de orden medieval que a mal traer subsistían. Así, la Declaración de los Derechos del Hombre y del ciudadano aseguró una serie de derechos y libertades estrechamente ligadas al mismo, depositando esperanzas en que el resultado de un mejor desarrollo económico iría aparejado a la felicidad universal. Pretensión inmanentista, de materialista y vulgar optimismo, que inició ejecución por medios como; 1. La ley Chapelier[7], que sepultó la tradición milenaria de asociatividad en gremios y corporaciones; 2. La liberalización de la usura el 30 de octubre de 1789 y dos días después, nacionalización de todos los bienes eclesiásticos; 3. La constitución civil del clero en julio de 1790, que pretendió convertir al poder espiritual en funcionarios públicos subordinados a la Asamblea Nacional Constituyente.

Hitos que reafirmaron la pretensión híbrida entre humanismo y protestantismo, al asumir el organismo legislativo la voz del “pueblo soberano”, y tomar para sí el poder absoluto que hasta hacía poco solo ostentaba el rey (Rousseau: 2003, pp. 124-128.). Pero ¿cómo seguir hacia la nueva sociedad de universales derechos y armoniosa realización? Surgieron entonces dos grandes tendencias: 1. La liberal-individualista (predominante), y 2. La igualitario-colectivista.

Ambas estuvieron contestes en hacer uso de facultades “inquisitoriales” contra los “blasfemos” grupos que amenazaban el mínimo común alcanzado hasta entonces en documentos como la mítica declaración de 1789. Así, la represión sangrienta fue autorizada contra cualquiera que disintiere, aún en forma parcial, de la teoría política preponderante por el organismo revolucionario regente[8]. Y he aquí al origen de la pretensión totalitaria connatural a los derechos humanos, presente aún en la ONU (aunque edulcorada por el aporte estadounidense).

Francia pasó la década de 1790 en un baño de sangre al que no faltó poesía “civilizadora” como la de Marat, quien a través del “Amigo del Pueblo”, publicaba semanalmente listas con decenas de nombres “contra-revolucionarios”, donde las solicitudes de ejecuciones inminentes instaban a las masas a clamar excitadas por ellas. Marat fue asesinado en 1793 y, para conveniencia de otros liderazgos, ello le transformó de falso profeta a mártir falso, cuya imagen llegó a suplantar el crucifijo en múltiples templos profanados y nacionalizados (Miras: 2017).

Era el avance del antropocéntrico culto a la razón desprendida de la fe que, en su ensañamiento contra los católicos, marcó una continuidad evidente respecto a los afanes puritanos en la Inglaterra del siglo previo. Así, las masacres contra la población católica y campesina[9] constituyeron el ideal proto-genocida contemporáneo. Y es que el apego a “creencias retrogradas” de tales grupos, obligaba a su exclusión del “contrato social”, seguido de la suspensión de los Derechos del Hombre y del ciudadano para ellos. Algo que los futuros teóricos revolucionarios, fascinados con la aplicación del terror, aplicarían al pie de la letra.

Vemos así los muy “buenos” salvajes que salieron de la burguesía, lo que incluye la realidad del exterminio mutuo entre los mismos revolucionarios —obviamente después de haber matado al Rey y su familia— , con la simbólica derrota de los partidarios de abolir la propiedad privada de cara a un futuro comunista[10]. Episodio que permitió a estos últimos asumir definitivamente la falsedad detrás de la democracia liberal, así como de cualquier pretensión burguesa sobre “derechos universales”.

         ACTO III

Government of the people, by the people, and for the people

Protagonista: El ingenuo ciudadano de Locke.

Tanto terror podría dejar como inofensiva la parte final del montaje. Pero, no nos engañemos, después de todo, la falta en cifras “espectaculares” de asesinatos políticos, no basta para considerar como buenos los grandilocuentes números de desembolso y rédito, a partir de la inmoralidad económica y sexual, en la república soñada por el filósofo que pensó la sociedad exclusivamente a partir de la propiedad, al punto de estimar incluso al propio cuerpo como un bien más de autodominio (Locke: 2006, p. 34)

Las colonias británicas de Nueva Inglaterra —de origen preponderantemente puritano— fueron el escenario perfecto para crear desde cero una sociedad de igualdad basal —y no racial— en que la diferenciación fuese fruto del propio trabajo, y más específicamente, de la propiedad obtenida a partir de este. El contexto religioso presbiteriano impidió desde el inicio la existencia de cualquier intermediario jerárquico entre Dios y los hombres, en tanto la monarquía era tolerada dada su distancia respecto a las mismas colonias.

La contradicción, entre una retórica profundamente espiritual y una práctica altamente materialista, permitió así el desarrollo teórico para la independencia de las trece colonias, una vez que su propiedad resultó “usurpada” por decisiones arbitrarias de un gobierno que no les consideraba en la participación del poder. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776 se ubicó en un punto intermedio entre el Bill of Rights y la Declaración de los Derechos del Hombre y del ciudadano, al dar cuenta de un espíritu ingenuo respecto a la realidad humana, e hipócrita por comenzar con el reconocimiento de la existencia de un creador espiritual (¿quién?), para continuar con un amplio desarrollo narrativo que expone el trasfondo profundamente materialista con que se entienden “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”[11], que traducidas a la práctica serían “bienes, herencia y capacidad de acumular riqueza” (Várgany: 2000, pp.55-57). Propuesta que en caso de no gustar incluye igualmente el libre derecho para buscar otra tierra donde fundar un Estado propio, como quien emprende negocio nuevo, al menos por una vez (Locke: 2006, pp. 114-121).

Tal fundamento materialista fue profundizado tras la Constitución (1787) y sus enmiendas iniciales que, a nivel espiritual, ofrecieron una libertad religiosa fundacional, cuya consecuencia práctica acabó en relativismo moral —primeramente entre cientos de grupos protestantes— y una fuerte contradicción de individuos con “hábitos inmorales” en su vida privada, versus grupos “guardianes de la moral”, donde la “ley seca” y los “códigos de censura” fueron reflejos de dicha cultura dicotómica, que a nivel internacional presenta su mayor extravagancia en cuanto la potencia adversaria del “marxismo económico” durante la guerra fría, ha sido también la más exitosa comercializadora del “marxismo cultural”[12].

Para esto último, ha resultado particularmente útil la creación de la ONU, organización que a nivel internacional pretendió asumir el vacío de una potestad espiritual mundial, al ofrecer equilibrio[13] “iluminando” a los pueblos con la ideología instrumental que desde 1948 se consagró como falso dogma profano a través de La Declaración Universal de los Derechos Humanos. Consolidación histórica del montaje que no hubiera sido posible sin el respaldo político y económico de los ingenuos (o no tanto) ciudadanos de Locke, los mismos que mayoritariamente prefieren ver su emblemática guerra civil como un conflicto contra el racismo, en lugar de una lucha entre monopolios industriales y bancarios del norte contra la variedad agrícola y librecambista del sur, ignorando así la continuidad del racismo como problema[14] más de un siglo después de la definición de democracia dada por Lincoln en Gettysburg. Tiempo largamente acompañado por una segregación hacia la población negra que nunca se condijo demasiado con los derechos promovidos por el país patrocinante de la ONU y su “mítica” declaración fundante de derechos y libertades.

¿EPÍLOGO?

Pero, hay al menos una realidad deseada por los autores de los derechos humanos que si ha tenido éxito: La libertad para expoliar bajo condiciones usureras en base a dinero que no existe. ¿Y los derechos económicos, sociales y culturales? El papel los aguanta, pero su practicidad es otra, y bien lo saben los adversarios históricos de los “socios mayoritarios” tras la ONU y su Declaración, pues como mencionamos, ya desde la revolución francesa existe conocimiento comprobado respecto a la instrumentalidad eminentemente burguesa de este tipo de manifiestos, lo que no impide a los comunistas refugiarse en ellos de convenirles (especialmente si están fuera del poder).

Súmese a lo anterior que la ONU cuenta con los comunistas como importantes miembros fundadores, lo que siempre la impedirá para hacer valer seriamente su mítico manifiesto en países militantes de dicha ideología. Algo que se agrega a la más profunda realidad de que los países orientales son ajenos a la teoría profana (humanismo y protestantismo) que está en la base del montaje. Todo lo cual nos permite anticipar un derrumbe del falso dogma, proporcional al ascenso prodigioso de estos lugares.

Y aquel no es el único motivo que permite augurar colapso, porque los nietos de la modernidad de a poco han criticado la indeterminación práctica de la ideología propia de los derechos promovidos, sorprendiéndose negativamente con las pretensiones esencialistas ocultas tras la cortina del montaje (Zizek: 2003, pp. 15-17).

No se sorprenderían tanto si tuviesen presente, como nosotros, el que la instalación de esta doctrina es el resultado de siglos de rebelión contra un orden natural trascedente, de moral objetiva y teocéntrica, para reemplazarlo por un orden antinatural inmanente, de moral subjetiva y antropocéntrica, cuyo resultado inmediato fue la seudo divinización del hombre (primero el monarca absoluto y luego sus sucesores), que fijó un fundamento sólido para tiranías mucho mejor disfrazadas que cualquiera de las anteriores.

El emperador está desnudo pero su cetro todavía rige, y especialmente lo descargará contra quienes adhieran a principios propios del tiempo en que lo más valioso posible no se contabilizaba en dinero. Seamos entonces el niño libre que recuerda no tiene por qué ser cierto aquello que todo el mundo asume como si fuese verdadero.

Bibliografía

Alvear, J. (2013) «Los Derechos humanos como ideología. Una lectura desde el pensamiento «Antimoderno»», en Revista de Derecho Público Iberoamericano, N°3, pp. 39-73.

Bravo, G. (1976). Historia del socialismo 1789-1848. El pensamiento socialista antes de Marx. Barcelona: Ariel.

Calderón, R. (2017). La Revolución Francesa. Buenos Aires: Río Reconquista.

D’Ors, A. (1990). «Premisas morales para un nuevo planteamiento de la economía». Revista Chilena de Derecho, Vol. 17, N°3, pp. 439-448.

Jasinowski, B. (1968). Renacimiento Italiano y Pensamiento Moderno. Chile: Ediciones de la Universidad de Chile.

Locke, J. (2006). Segundo Tratado sobre el gobierno civil. Bogotá: Editorial Tecnos.

Morsel, J. (2008). La Aristocracia Medieval: El dominio social en Occidente (Siglos V-XV). España: Publicaciones de la Universidad de Valencia.

Miras, E. (15 de octubre de 2017). Jean-Paul Marat, «el mártir» que reemplazó los crucifijos de París durante el Régimen del Terror. ABC. Recuperado de: https://www.abc.es/historia/abci-jean-paul-marat-martir-reemplazo-crucifijos-paris-durante-regimen-terror-201710150221_noticia.html

Navarrete, R. (2013). Alcance jurídico-político de la concepción mesiánica del tiempo histórico. Franz Rosenzweig crítico de Carl Schmitt (tesis doctoral). Universidad Aútonoma de Madrid, Madrid, España.

Rousseau, J. (2003). El Contrato Social o principios de Derecho Político. Buenos Aires: Editorial Losada S.A.

Rodríguez, C. (2017). La noción de lo político. Hanna Arendt, Carl Schmitt, Claude Lefort: de Imperialismos y otros demonios: el caso colombiano (tesis doctoral). Universidad de Barcelona, Barcelona, España.

Várnagy, T. (2000). La filosofía política moderna. Buenos Aires: Ediciones CLACSO.

Zizek, S. (2003). Ideología. Un mapa de la cuestión. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.


[1] VILLEY, Michel. (2005). Correspondance, en Louis-Damien FRUCHAUD, Jacques Maritain, Michel Villey. Le thomisme face aux droits de l’homme, París: Université de Paris II Panthéon-Assas, p.35. Traducción libre de ALVEAR (2013, p.60)

[2] Indudable a nivel teórico. Relativo a nivel práctico en que distintos personajes de origen burgués colaboraron políticamente con parte del clero de turno.

[3] Un análisis comparativo entre el funcionamiento de la Inquisición católica versus sus equivalentes protestantes deja claro este asunto, siendo el caso de las Brujas de Salem (1692) particularmente representativo. Tal característica «crédula» del protestantismo resulta hoy de fácil comprobación en grupos pentecostales, y aún más en “iglesias de la prosperidad”.

[4] El ejemplo icónico de esta confrontación fue la revuelta neerlandesa contra la Corona española (1566-1648).

[5] No por nada Trotsky habló de Lenin como el Cromwell proletario del siglo XX.

[6] Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, artículo 1° (26 de agosto de 1789).

[7] Promulgada pocas semanas previas a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

[8] Fue el caso de los partidarios de una monarquía constitucional al estilo inglés.

[9] Primero con la persecución contra el clero que se negó a jurar la constitución civil, y luego las masacres contra vandeanos y chuanes.

[10] La “conspiración de los iguales”, reprimida en 1796, suele considerarse un eslabón fundamental previo a los planteamientos de Marx y Engels (Bravo: 1976, p. 77).

[11] Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, segundo párrafo (4 de julio de 1776).

[12] Planteamientos revolucionarios como el LGBTIQ, Feminista u Ecologista, son claros ejemplos al respecto.

[13] No deja de ser irónico que a la fecha este poder ocupe el lugar que durante la Edad Media correspondía al Papado. Cada uno es libre de responder cual parece haber sido más justo y efectivo ante tal cometido.

[14] La síntesis entre racismo y protestantismo es una consecuencia de la herética libre interpretación de las Escrituras, potenciada a niveles macabros tras fusionarse con social-darwinismo a partir del siglo XIX.

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