La afirmación del poder en las repúblicas presidenciales: «El caso de la ceremonia de investidura del jefe de Estado»

Federico S. Ossa*

“Nunca puedo aprender el protocolo”, pronunció Néstor Kirchner al momento de entregarle la banda y el bastón a su esposa. Fue el último acto de Kirchner como Presidente de la Nación Argentina.

De cierta manera, aquel incidente fue el corolario de su estilo de hacer política, más acostumbrado a las masivas concentraciones populares que a los patricios actos de la República perdida. Cuando llegó al poder en 2003 —con más pobres que votos—, terminó con la antigua tradición de que el Presidente saliente esperara al entrante en el Salón Blanco de la Casa Rosada, para entregarle allí los atributos del poder. En 2015, a días de ser investido en el cargo, el Presidente electo, Mauricio Macri, tuvo que recurrir a la justicia para que la Presidenta Fernández de Kirchner le entregara dichos símbolos en el Salón Blanco, y no en el Congreso. Para mayor inri, la expresidenta se convirtió en calabaza a las cero horas del día 10 de diciembre[1]. De forma insólita, el Presidente Provisional del Senado asumió la jefatura provisoria del Estado por doce horas (probablemente, su gobierno fue el más eficiente, el menos corrupto y con menos inflación de toda la historia argentina), para el solo efecto de entregarle la banda y el bastón al flamante mandamás.

“ Tu m’appelles monsieur le Président de la République”, le espetó el Presidente Emmanuel Macron a un niñato que lo trató de Manu. No paró ahí porque, a renglón seguido, el Jefe del Estado siguió: “Estás aquí en una ceremonia oficial. Te portas bien. Puedes hacer el tonto, pero hoy es la ‘Marsellesa’ […] Si un día quieres hacer la revolución, primero aprendes a tener un título y a alimentarte”[2]. Pareciera ser el oxímoron del país cuyo deporte nacional es hacer la revolución y gozar con la irreverencia. Conocida es la dramática escena de la investidura de François Mitterrand como Presidente, quien caminó por el Panteón para depositar un clavel sobre la tumba de Jean Jaurès, histórico dirigente socialista. Todo, por cierto, milimétricamente televisado. Su paso marcaría toda una época[3].

Es claro que, sin importar cuán esquizoide pueda llegar a ser la contingencia política, o cuán desastroso pueda ser el momento histórico, hay un cometido que debe cumplirse a la perfección. Tan importante es este ceremonial, propio de la política formal, que funciona como un rito de paso y como una división del tiempo. Si se divide la Historia según los acontecimientos de la haute politique, las ceremonias de Estado serían su divisor privilegiado. Por ello, lo que en ellas se haga (o no se haga) dicen mucho del instante que se vive. Ante todo, son una sincronía de fórmulas, sonidos y gestos que anuncian formalmente el cierre de una época y la apertura de otra. No son ceremonias abiertas al público, o dicho de otra manera, no todos sus partícipes tienen la misma importancia. Hay actores privilegiados, que “obran el milagro” del cambio de folio político; y hay un pueblo que aclama.

A diferencia de las manifestaciones populares y los demás actos propios del poder, las ceremonias se caracterizan por estar a medio camino entre la ficción jurídica y la teatralidad. No me molestaría que alguien las describiera como un género literario, una especie de auto sacramental de los príncipes, con su actuación estelar.

El ceremonial, y en general los tratos protocolares, como elemento central en el imaginario de los Estados-nación es un tema que ha sido estudiado anodinamente. Interesante me parece comentarlo, sobre todo si se considera la proximidad de las fiestas patrias y de sus ceremonias oficiales, que consisten en el paso frenético desde el altar a la chingana.

Sin pretender ser exhaustivo, este ensayo quiere entregar algunas claves de lectura para la comprensión del ceremonial: explicar su origen histórico, que liga liturgia y constitución; y luego, cómo se afinca en la idea republicana de Estado-nación.

‘Thy choicest gifts in store’

De cierta manera, al ser investido un hombre público, muere a su condición de simple ciudadano. Es la nación la que se prosterna ante su presencia. En esto, las democracias modernas continúan la senda de la tradición histórica, que tiene su antecedente más próximo en la teología política medieval.

En su célebre Los dos cuerpos del Rey, Ernst Kantorowicz (primera edición de 1958) plantea que en el Príncipe medieval se funden dos cuerpos: el natural —perecedero— y el político —imperecedero—. Lo que parece una obviedad, en realidad es el resultado de una operación en la que el Rey asemeja el cuerpo místico de Cristo, y se vuelve la cabeza del pueblo (Aram, 2012). Por ello, como plantea el autor, “[e]l Rey, por su consagración, estaba ligado al altar como “Rey”, y no sólo –pensemos en los siglos posteriores- como una persona privada. Como rey era “litúrgico” porque, y en cuanto que, representaba e “imitaba” la imagen de Cristo vivo” (Kantorowicz, 2012, p. 115). El Rey, al ser ungido, coronado y consagrado, es el objeto mismo de la liturgia. El hábito sí hace al monje. En la persona del Rey convergerán, entonces, dos aspectos: el ontológico y el funcional; o si se me permite agregar libremente, el teológico y el constitucional.

Con el advenimiento del derecho común, explica Kantorowicz, los ritos del poder se sacuden de su rol auténticamente litúrgico. Del Rey sacerdote resulta el Rey mediador de la justicia. Su legitimidad real no arranca ya de la pura eficacia de la acción divina en el sacramento, sino que siendo plenamente legítimo por el derecho divino y por la aclamación popular, era menester reflejar su propio derecho con espléndidas ritualidades. Ello significó que “la primigenia esencia de la realeza litúrgica” (op. cit., p. 331), por la que el Rey realmente se convertía en tal, se evapora en el tiempo. Sin embargo, sobrevive como testimonio la exuberancia y la pompa cortesana, que solemnizan un acto ahora cuasirreligioso.

Que haya cedido el aspecto teológico de los ritos de coronación significó, por contrapartida, el fortalecimiento de la faz constitucional. Como explica Schramm, si se toma como ejemplo el ceremonial de coronación inglesa, ella es derecho vivo y expresión de la continuidad del Estado (Hunt, 2008, p. 5). Tanta es su fuerza vinculante que, como indica Wiggins (2012), las autoridades cívicas sabían exactamente qué esperar de la asunción de un nuevo rey, con un protocolo que se repetía idéntico coronación tras coronación, ceremonia tras ceremonia.

El ceremonial se convierte así en el propio fundamento del sistema consuetudinario. Por un lado, porque enseña Bagehot que “la mejor razón por la que la monarquía es un gobierno fuerte es porque es un gobierno inteligible” (Bagehot, 1966, p. 82), de manera que las ritualidades hacen presente lo abstracto e inextricable del poder. Por ello, agrega con razón Bagehot que “la reverencia mística, la obediencia religiosa, que son esenciales a una verdadera monarquía, son sentimientos imaginativos que ninguna legislatura puede manufacturar en ningún pueblo” (íbid.) 

En segundo lugar, porque la falta de repetición idéntica no sólo significaría malograr la ceremonia con consecuencias meramente estéticas. En un sistema consuetudinario, la vigencia de las normas se constituye precisamente por la repetición constante y uniforme de las mismas, y por la fuerza obligatoria que ellas imprimen (opinio iuris). De tal manera que, al no seguirse las reglas del protocolo tal como han sido ejecutadas secularmente, la propia costumbre pierde peso, se difumina. Expresaría la desafección de los súbditos por la Corona y su profunda intención de reforma constitucional.

Un buen monarca es el que custodia las dos partes de la constitución: la parte eficiente, que establece las instituciones y reglas; y la parte dignificante, que “excita y mantiene la reverencia de la población” (Bagehot, op. cit., p. 62). De allí la pasión británica por el esplendor de su ceremonial, el que llega inquebrantable hasta nuestros días. Probablemente, principios como la separación de funciones (cuyo antecedente aparece en la Revolución de 1688) sean más obligatorios por el portazo que reciben los mensajeros del Rey en el umbral de la Cámara de los Comunes[4], que por el establecimiento de fórmulas escritas que lo consagren.

L’Etat c’est (ne pas) moi

Enseña Nieto Soria (2007), bajo el concepto de nacionalismo de emulación, que “en el marco de una concepción clasicista y universalista de la cultura y dentro de una concepción patrimonialista de la nación […] la gloria de la Nación viene a identificarse con la ostentación del esplendor de la monarquía” (p. 66). En momentos de intensa conflictividad – precisa Valero -, “el nacionalismo particularista [y liberal] se manifiesta como un intento de procurar un efecto de integración social en momentos de intensa conflictividad, ante una pérdida de los instrumentos y referencias tradicionales de cohesión” (p. 67).

Aunque parezca contradictorio, las repúblicas liberales no escapan a esta concepción. La victoria de la soberanía popular, el triunfo de las oficinas por sobre los oficios y la satisfacción continua de necesidades, hacen paradojalmente necesaria la imposición de un orden simbólico tan permanente como el Estado mismo, y tanto o más poderoso que el monárquico. Y como se ha dicho respecto de la corona: que ese orden sea fácilmente inteligible para el hombre medio. Se trata de que el antiguo súbdito, devenido en ciudadano, comprenda que debe lealtad y obediencia a una entidad abstracta y despersonalizada, tarea que es políticamente más compleja que exigirle amar a un hombre con el cual lo unen vínculos de Tradición. Es la idea de los dos cuerpos del rey aún más radicalizada: un Presidente con fecha de vencimiento, y cuya dignidad es ahora la dignidad de la República.

Lo anterior es lo que se conoce como “la dignidad del cargo” y, puesto que no he hallado definición alguna de la formulación, digamos que es el símil de la maiestas romana que, de forma temporal, recae sobre un pobre mortal elegido como el primero entre pares. Tal como el Rey se convertía por momentos en un alter Christus, el Presidente se convierte por un momento en la República encarnada.

Aquí el caso francés es paradigmático. Pareciera que la apelación a un ceremonial de Estado, lo más digno y estable que pudiera ser, haya sido una concesión que hiciera menos traumático el quiebre entre el antiguo régimen y la jacobina república. Jungen (2004) propone el surgimiento de una verdadera “liturgia republicana”, que está caracterizada como una “repetición escénica y codificada de un ritual inmutable”. La ceremonia es la expresión más visible del principio de continuidad de la República, y modera la tensión más propia de la democracia: la estabilidad y la alternancia. Así, el rito republicano cumple una función propiamente política, dirigiendo la acción del Estado “a favor de la perpetuación, o al menos poner al primero [al cambio] en el corazón del segundo [la estabilidad]” (Jungen, op. cit.). Aquello que se repite incesantemente, sin importar el titular que detente el órgano, demuestra su vigencia como una estructura anterior y preponderante.

En segundo término, la puesta en escena es la encargada de prefigurar el orden republicano, el recto orden de la Nación. Pero no en la clave jurídica que hemos mencionado anteriormente, sino que en tanto sentimiento. No se piense aquí en el sentimiento como algo que nace y muere dentro de la psiquis, sino como el efecto de algo que nos externamente dado. Si se quiere, es por dicha emoción que podemos tomar conciencia de nuestro propio cuerpo, a la manera que propone Spinoza (2012); y que a la vez, nos permite conocer el lugar que ocupamos en el cuerpo social. Como sugieren Dayan y Katz (1983), lo relevante es que los participantes experimenten en su propio cuerpo una emoción compartida: “las reacciones del público son esenciales para lo que hace una ceremonia. Sin ellos solo queda un ambiente ritualmente vacante” (Jungen, op. cit.).

Imagínese un juramento presidencial: las banderas al aire, la banda presidencial, las piochas, los juramentos sobre los Santos Evangelios. Y por el otro lado, la asistencia de los poderes públicos, que para efectos simbólicos y constitucionales, son la Nación. Esta combinación convierte un acto meramente administrativo en un suceso propiamente político. Como diría Reguillo, el sentimiento de unidad nacional —que ciertamente resulta de las ceremonias de Estado— hace desaparecer por un momento las divisiones populares, e interpela a las clases al unísono para seguir impulsando un proyecto igual de glorioso (Berlant, 2012).

Al mismo tiempo, las ceremonias de Estado se proyectan hacia el futuro, en tanto se consolidan como verdaderos ritos de paso de la historia republicana. Christine Jungen, con en la juramentación presidencial francesa en mente, lo plantea así:

La inauguración de un nuevo Presidente es una oportunidad para integrar una serie de elementos de la historia francesa en la memoria republicana. Porque es ésta la que está aquí en juego. De hecho, notamos un gran ausente en estas referencias: la realeza francesa. El registro real está totalmente excluido del ceremonial (a diferencia de la era napoleónica cuya «gloria» se ha contagiado a la república). La negación de la realeza contra la cual se construyó la República permite la afirmación de este último como el logro final (Jungen, op. cit.).

Dios guarde a S.E.

La relajación de las costumbres y el culto por la eficiencia han transformado la fisionomía del ceremonial de Estado. En muchos países ha sido simplificado hasta el raquitismo, quedando embadurnado por usos banales e innovaciones de dudosa factura. En pos de la austeridad y de darle un cariz ciudadano, muchas ceremonias de asunción presidencial y funerales de Estado palidecen ante la tradicional pompa patriótica. Ejemplos hay muchísimos, y entre ellos se prefieren los más lamentables: el uso de vehículos tristísimos, la abolición del código de vestimenta y de los desfiles, la improvisación discursiva, entre otros.

El trato protocolar sí tiene una función eficaz. Su Excelencia el Presidente de la República no es, de ningún modo, un halago a la persona del Presidente. Es un reconocimiento a la majestad (la “Excelencia”) que la Nación deposita provisoriamente en uno de sus hijos, y que tiene una fecha de término cierta. Ayudaba a despersonalizar al gobernante del encargo que servía. Le permitía emparentarse con sus antecesores y no por vínculos de sangre; y comprender que su oficio era como mandatario. El uso de la fórmula está prácticamente en retirada.

Alguien podría decir que todo lo anterior no es más que el fiel reflejo de la erosión del principio de autoridad, y efectivamente lo es. En cuyas causas no quisiera escarbar, pues superaría con mucho el objetivo de este humilde ensayo. Al mismo tiempo, de ningún modo es una defensa nostálgica de la República perdida. Y en ello no soy optimista, porque su ineludible proyección es guarda abajo.

Al resultar claro que acudimos a los estertores del Estado-nación como fenómeno sociológico, la desaparición progresiva de la formalidad ceremonial es un síntoma visible de la culminación de una era. Los ceremoniales constituirán algún día elementos de gran interés antropológico, que darán luces sobre la concepción del poder institucionalizado que tenía el hombre occidental.

Bibliografía

Aram, B. (2001). La Reina Juana. Gobierno, piedad y dinastía. Madrid, España: Marcial Pons.

Bagehot, W. (1966). The English Constitution. Nueva York, Estados Unidos: Cornell University Press. p. 82.

Berlant, Lauren (2012). El Corazón de la Nación. Ciudad de México, México: Fondo de Cultura Económica.

Hunt, A. (2008). The Drama of Coronation. Cambridge, Inglaterra: Cambridge University Press.

Jungen, C. (2004). Le temps d’un président. Étude ethnographique d’une cérémonie républicaine. Ateliers d’ Antropologie. En: https://journals.openedition.org/ateliers/8453#tocto1n2

Kantorowicz, E. (2012). Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval. Madrid, España: Akal.

Michelon, V. (18 de junio de 2018). VIDÉO – “Tu m’appelles Monsieur le Président”: Macron réclame du “respect” après avoir été appelé “Manu” par un collégien. LCI. En: https://www.lci.fr/politique/video-emmanuel-macron-recadre-sechement-un-jeune-qui-l-appelait-manu-tu-m-appelles-monsieur-le-president-suresnes-2090839.html

Nieto Soria, J. (2007). Medievo constitucional: Historia y Mito Político en los orígenes de la España contemporánea. Madrid, España: Akal.

Redacción (9 de diciembre de 2015). «A las 12 me convierto en calabaza», dijo Cristina y ¡estallaron los memes! TN. En: https://tn.com.ar/tecno/f5/las-12-me-convierto-en-calabaza-dijo-cristina-y-estallaron-los-memes_640976

Spinoza, B. (2012). On the improvement of the understanding. Nueva York, Estados Unidos: Dover Publications.

Wiggins, M. (2012). Drama and the Transfer of Power in Renaissance England. Oxford, Inglaterra: Oxford University Press


[1] Redacción (9 de diciembre de 2015). «A las 12 me convierto en calabaza», dijo Cristina y ¡estallaron los memes! TN. En: https://tn.com.ar/tecno/f5/las-12-me-convierto-en-calabaza-dijo-cristina-y-estallaron-los-memes_640976

[2] Michelon, V. (18 de junio de 2018): VIDÉO – «Tu m’appelles Monsieur le Président «: Macron réclame du «respect» après avoir été appelé «Manu» par un collégien. LCI. En: https://www.lci.fr/politique/video-emmanuel-macron-recadre-sechement-un-jeune-qui-l-appelait-manu-tu-m-appelles-monsieur-le-president-suresnes-2090839.html

[3] En: https://www.youtube.com/watch?v=uOcgxowATQg

[4] En la Apertura Anual del Parlamento, el Rey ordena que el Black Rod visite la Cámara de los Comunes para anunciarles su llegada al recinto y ordenarles que atiendan su presencia en la Cámara de los Lores. Al llegar a la puerta, el Speaker de la Cámara ordena que le cierren la puerta, de modo que está obligado a golpear para entrar. En: https://www.youtube.com/watch?v=9o65Ap7nC8w

*NOTA (9.09.22): los artículos publicados bajo los nombres de Félix Rozas, Federico S. Ossa y Fernando Boza corresponden todos a la pluma de Felipe Soza, quien nos ha dado su consentimiento con esta fecha para revelar su autoría.

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