Conflicto por la libertad de expresión: «El discurso de odio en el espacio universitario»

Magdalena Moncada

“Es un honor y una responsabilidad de la Universidad Católica consagrarse sin reservas a la causa de la verdad. Es ésta su manera de servir, al mismo tiempo, a la dignidad del hombre y a la causa de la Iglesia, que tiene «la íntima convicción de que la verdad es su verdadera aliada… y que el saber y la razón son fieles servidores de la fe»

Ex Corde Ecclesiae, Juan Pablo II.

Las Universidades han tenido un lugar primordial en la sociedad moderna como espacios de formación y centros de conocimiento, donde el ideal universitario se ha centrado en que la comunidad, conformada por profesores y alumnos, se unan conjuntamente a buscar y encontrar la verdad, cada uno desde su disciplina específica.

El Cardenal John Henry Newman (2015, p.50) soñó con aquella forma de universidad; y él mismo señala que : “Así es como concibo una sede de aprendizaje universal: la unión de hombres sabios y letrados, cada uno en su disciplina, reunidos en un trato familiar en busca de la paz intelectual, para conciliar las afirmaciones de sus respectivas ciencias y estrechar sus relaciones. Aprenden a respetar, consultar y ayudar al otro, y así se crea una atmosfera clara y pura de pensamiento, que el estudiante respira. […] Esto es lo que yo describiría como el fruto especial de la educación entregada por una universidad y el objetivo principal en relación a sus estudiantes”.

Este ideal universitario descrito por el Cardenal Newman se desarrolló plenamente durante la Edad Media, momento en que el conocimiento estuvo basado en principios comunes que eran sostenidos por todos. Era, con aquella unión en verdades fundamentales, que se lograba profundizar en otras áreas específicas del saber y avanzar hacia otras ciencias. Todo ello, sin apartarse del tronco común de la metafísica y la teología, cuyas raíces aportaron el sustento de todos los demás saberes que se encontraban en sólida armonía y concordancia.

Esta concepción de lo que debiese ser el desarrollo universitario, parece más bien una utopía idealista e ingenua en vista de la realidad tan distinta que se vive actualmente en las universidades del mundo occidental. En ellas prima el conflicto y la confrontación, pero primordialmente, prima la intolerancia y la incapacidad del debate. El distanciamiento radical que se ha generado entre lo que cada persona sostiene como cierto dentro de las universidades, ha impedido no sólo la sana convivencia, sino que ha derivado en la proscripción y censura de ciertas ideas, que hoy no pueden ser estudiadas ni enseñadas.

¿Por qué las universidades pareciesen haberse vuelto un foco de conflicto? Porque el sistema educativo se ha convertido en un espacio de poder disputado para la conquista de la hegemonía ideológica; son centros que deben ser apropiados, porque en ellos se conforma el conocimiento. Si los jóvenes, y particularmente los jóvenes intelectuales, logran sostener una misma visión del mundo, entonces ellos configurarán el futuro de acuerdo a dicha concepción, es por ello que aquellos que logran conquistar la educación, logan conquistar el poder.

Sobre aquél punto, Foucault resalta la importancia de la educación como centro de poder, al decir: “La “disciplina” no puede identificarse ni con una institución ni con un aparato. Es un tipo de poder, una modalidad para ejercerlo, implicando todo un conjunto de instrumentos, de técnicas, de procedimientos, de niveles de aplicación, de metas” (2005, p.218).

Algunos señalan que la situación universitaria es reflejo de las tensiones sociales. No obstante pareciera ser que es justamente al revés: que los conflictos sociales son resultado de aquello que ya era disputado previamente en la universidad; y las manifestaciones rabiosas en las calles, son el resultado de la inoculación de ideologías en los estudiantes. Así mismo lo señala Bourdieu, al sostener que: “Las diferentes acciones pedagógicas que se ejercen en los diferentes grupos o clases colaboran objetiva e indirectamente a la dominación de las clases dominantes” (1997, p.73).

Las universidades se han vuelto el centro más importante de difusión de ideologías, porque desde ahí se esparcen al resto de la sociedad. Es la mejor manera de infectar todo el conocimiento, y una forma perversa de apropiarse de las ciencias, al adoctrinar a los jóvenes que aún se encuentran en formación para generar adherentes a posturas políticas, en lugar de pensadores críticos y formados. Es así, como los centros de conocimiento se han transformado en centros de lucha, convirtiéndose la universidad en herramienta o mecanismo de dominación; es el mismo conocimiento, con “conciencia histórica” el que moldeará el futuro en cuanto se encuentre validado y sostenido por la mayoría de las mentes jóvenes.

La “conciencia histórica”, es decir, el moldear la Historia al servicio de una postura ideológica, logra poner a los individuos desde una posición específica. En el caso particular de la izquierda, los instruye respecto a “discriminaciones perpetuadas”, a normas de “conductas normalizadas”, a descubrir “estructuras de opresión”, y en definitiva, a observar la realidad desde una lógica de dominación v/s subordinación. En aquél sentido, Gramsci sostiene que la ideología, entendida como sistema de valores culturales, se propaga y se reproduce en los sistemas sociales, porque: “los hombres toman conciencia de su posición social en el terreno de las ideologías” (1970, p.78).

En este escenario, la dialéctica es utilizada como instrumento de lucha constante, porque de acuerdo con Giroux (2004, p.61): “este aspecto dialéctico del conocimiento es el que se necesita desarrollar como parte de una pedagogía radical”; que inserto en todas las áreas del saber, luego de ser transmitido a los jóvenes, se esparce por toda la sociedad e irradia sus consecuencias.

La misma ideología entrega a su vez el antídoto al sistema opresor que los jóvenes acaban de descubrir: una emancipación, que llevará a la revuelta social, para reestructurar desde sus raíces lo conocido. La batalla que se libra, aunque tiene su manifestación en las calles y en la acción, es realmente una batalla en el campo del saber, y no es sólo científica, es aún más profunda que eso, es filosófica, es metafísica, es incluso una batalla teológica, que re-piensa toda la cultura y “deconstruye”; al vaciar de contenido, la herencia del bimilenario conocimiento occidental.

En palabras de Eric Voegelin, en su libro “Nueva Ciencia de la Política”, las ideologías modernas capturan mentes para movilizarlas hacia fines de transformación social. Las características de ellas, según este autor serían: la simplificación de la visión del mundo, pretender que el mal de la sociedad se encuentra en la estructura social, que pretenden dar recetas fáciles de acción, y que sustituye la religión en cuanto el fervor religioso es reemplazado por otro fervor[1].

La primera pretensión de las ideologías es clara: el que sea sostenida por todos; si es necesario, que sea impuesta, y que sus propulsores se encarguen de silenciar a los detractores. Lo peligroso de las ideologías es justamente su pretensión totalitaria. Es por ello que lo que conquistado no es sólo una universidad, o el poder de un país, sino que incluso, algo mucho más íntimo y personal: la propia capacidad de pensar y de descubrir la verdad. Esto constituye la vivencia de la fantasía Orwelliana. La confrontación directa con la ideología totalizante, será entonces la libertad de expresión: en cuanto ningún profesor enseñe la verdad, y en cuanto ningún alumno difunda ideas distanciadas de lo que sostiene la masa, la posición hegemónica de la ideología se consolida.

Es entonces cuando surge el problema de la libertad de expresión, y el llamado “discurso de odio”, como herramienta de censura bajo la apariencia de compasión y sensibilidad. La libertad de expresión, en una acepción comúnmente utilizada, se entiende como un derecho a expresar opiniones, siempre y cuando, estas no sean ofensivas para nadie. Idea esta, absolutamente impracticable, en cuanto la ofensividad de alguna expresión sea determinada por la persona que subjetivamente se sienta menoscabada, sin un parámetro objetivo de lo que pueda o no constituir una ofensa.

A este punto, ¿pueden reglarse y enunciarse todas las expresiones ofensivas para que ellas sean censuradas? No parece posible poder realizar un listado de palabras, frases o ideas proscritas; primero porque es imposible englobarlas todas; segundo, porque es difícil establecer un criterio justo de qué se puede decir y qué no; tercero, porque son cuestiones que pertenecen al juicio de la prudencia, son situaciones concretas, que deben ser analizadas según sus circunstancias.

Es difícil establecer criterios objetivos de la justicia, de lo ofensivo y de la libertad, justamente por el distanciamiento que se ha producido en relación con las ideas. No es posible establecer parámetros cuando la contraparte ha abandonado el mismo concepto de justicia, de objetividad, o de valores morales absolutos.

A pesar de ello, hoy vemos de forma creciente un conflicto jurídico derivado de una aparente confrontación entre la libertad de expresión y lo que se ha denominado “discurso de odio” (hate speech), donde la jurisprudencia, aún reciente y que forma de a poco un criterio, comienza a tomar postura. Por un lado, en Europa parece clara la inclinación hacia la censura de la libertad de expresión, en pos de aquél que se haya sentido ofendido o menoscabado; mientras que, por otro lado, la jurisprudencia estadounidense ha ido decantando ligeramente hacia el lado contrario, al optar por la defensa de la libertad de expresión.

Podemos establecer, como criterio general, que es correcto enunciar cualquier tipo de idea, en cuanto aquello es propio de la libertad de consciencia, la facultad del hombre de pensar, de imaginar, de expresar y plasmar los frutos y resultados de su inteligencia. No es propio, así mismo, insultar a alguien, la agresión injusta, la palabra cruel, la amenaza, la calumnia; el problema es que cada año el cerco de lo permitido se estrecha.

Este conflicto entre libertad de expresión y discurso de odio, que se encuentra presente en todos los estratos sociales, en múltiples interacciones e instituciones, se acentúa aún más en las universidades. La libertad en el espacio universitario se encuentra cada vez más restringida y circunscrita a ciertos márgenes externamente impuestos, que impiden la debida armonía entre las personas, y el rigor intelectual que debiese tener un lugar académico que se encamina a buscar, encontrar, adherir y enseñar la verdad.

La mordaza de la corrección política ahoga cada vez más la libertad religiosa, la de enseñanza, y la de consciencia. Pero es la incoherencia de los mismos propulsores de la censura lo que asombra; aquellos que abogan por la prohibición de expresiones ofensivas, son los que buscan constreñir la opinión, censurar, acosar, expulsar y dejar al margen a sus contendores del espectro social y político. Aquello sí constituye verdaderamente vulneración de derechos de una persona, pero parece ser que dentro de este sistema de silencio e igualdad, hay ciertos individuos que se vuelven inferiores; y contra ellos, se permite contravenir la norma de no ofender, para forzar la adhesión de todos los ciudadanos a las nuevas reglas sociales.

Este ataque hacia los que se opongan a la ideología reinante fue explicada por el papa Pío XI (1937), en su encíclica Divini Redemptoris, sobre el comunismo ateo, quien deja en claro que: “Por esto procuran exacerbar las diferencias existentes entre las diversas clases sociales y se esfuerzan para que la lucha de clases, con sus odios y destrucciones, adquiera el aspecto de una cruzada para el progreso de la humanidad. Por consiguiente, todas las fuerzas que resistan a esas conscientes violencias sistemáticas deben ser, sin distinción alguna, aniquiladas como enemigas del género humano”.

Es propio del ser humano, y particularmente del espacio universitario, el poder debatir, poder proponer y conversar ciertos temas. Se debe poder investigar, leer, preguntar, controvertir, cuestionar; pero más importante que todo eso, el hombre debe poder adherir a aquello que concluya como verdad, y debe poder enseñar esa misma verdad nacida del estudio. Pues la verdad, en cuanto uno adhiere a ella, impone en consciencia ser enseñada, busca ser conocida y compartida por otros. En definitiva, el hombre y la universidad, ambos en conjunto, buscan de aquella luz que se propaga como cierta.

Es por ello que, sin importar la posición política, la cooptación de la libertad resulta alarmante para cualquier individuo, y en cuanto más radicales se vuelvan las ideologías, más acentuada será la lucha de sus adherentes por imponerla; pero en la medida en que más se restrinjan las libertades básicas de la persona, mayor será la resistencia a esta uniformidad de pensamiento. Ante un futuro así, en que se acrecientan las disputas, sólo cabe esperar un retorno a la verdad o la batalla para encontrarla.

Bibliografía:

Juan Pablo II, (1990), Ex Corde Ecclesiae, Roma, Italia, Ediciones UC.

Newman, J., (2015), La idea de una Universidad, Santiago, Chile, Ediciones UC.

Foucault, M., (2005), Vigilar y Casigar, México, Siglo Veintiuno Editores.

Bourdieu, P., (1977), La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza, Barcelona, España, Editorial Laia.

Gramsci, A., (1970), Introducción a la filosofía de la praxis. Barcelona, España, Ediciones Península.

Giroux, H., (2003), Pedagogía y política de la esperanza, Buenos Aires, Argentina, Editorial Amorrortu.

Pío XI, (1937), Divini Redemptionis, Recuperado de: http://w2.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19370319_divini-redemptoris.html


[1] Esto no constituye una cita, sino que un resumen de la tesis de Voegelin planteada en su libro.

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