Aproximación al Corporativismo Católico: «Frente a la apostasía liberal y la estatolatría moderna»

Alexander Oliveira

“Que ni tampoco el cuerpo es un solo miembro, sino el conjunto de muchos. Si dijere el pie: Pues que no soy mano, no soy del cuerpo, ¿dejará por eso de ser el cuerpo? Y si dijere la oreja: Pues que no soy ojo, no soy del cuerpo, ¿dejará por eso de ser del cuerpo? Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuese oído, ¿dónde estaría el olfato? Mas ahora ha puesto Dios en el cuerpo muchos miembros, y los ha colocado él como le pareció. Que si todos fuesen un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Por eso ahora, aunque los miembros sean muchos, el cuerpo es uno. Ni puede decir el ojo a la mano: No necesito tu ayuda; ni la cabeza a los pies: No me sois necesarios.  Antes bien aquellos miembros que parecen los más débiles del cuerpo, son los más necesarios”.

San Pablo[1].

Dentro de las doctrinas políticas que pueden catalogarse como organicismo político y social, el corporativismo católico destaca por la profundidad de sus fundamentos metafísicos y teológicos. En efecto, por oposición al contractualismo e individualismo político-social (actualmente colapsado en Chile), el organicismo postula la sociabilidad natural del ser humano, y su proyección en el terreno político, social y económico, se traduce en la organización del Estado, “en estrecha correlación con la constitución natural de la sociedad” (Pinho de Escobar, 2014, p.65).

A partir de las encíclicas sociales Rerum Novarum (1891) de León XIII y Quadragesimo Anno (1931)de Pío XI, y siempre dentro de un contexto tomista, desde el siglo XIX hasta mediados del siglo XX, se desarrolló una matriz específicamente católica de corporativismo, diferente de otras escuelas como las pertenecientes al socialismo guildista, al fascismo, la escuela histórica o romántica, y/o al nacionalismo moderno, (Fernández, 2009, pp.156-179). Estas no serán tratadas en el presente artículo, cuyo objeto es presentar al corporativismo de raíz católica al tiempo que demostrar la incompatibilidad con el corporativismo moderno de tipo estatista y hegeliano.

Según Howard Wiarda, esta concepción tiene sus orígenes en el Nuevo Testamento, en la Primera Epístola a los Corintios 12, 12-31, donde San Pablo habla de una forma orgánica de política y sociedad, comparándola con un cuerpo (Wiarda, 1997, p.28). Esta noción orgánica fue amplificada y desarrollada por la escolástica, con la doctrina de la natural sociabilidad humana, el bien común y su primacía sobre el bien individual, y el principio de totalidad.

“Durante más de medio siglo, la Doctrina Social de la Iglesia inspiró, cuando no contuvo, un modelo propio de corporativización de la Política Social. Actualizando la “teoría orgánica de la sociedad”, en primer lugar, ante los efectos individualistas impulsados por el industrialismo (en lo económico) y el régimen demo-liberal (en lo político), y en segundo lugar ante las pretensiones colectivistas del socialismo radical. El magisterio católico alumbró entonces a distintas propuestas que situaban la Corporación como el instrumento más adecuado para cumplir los fines (materiales y formales) de una Política Social surgida, en el siglo XIX, de la mano de los “socialistas de cátedra” germanos” (Fernández, 2010).

En otras palabras, la Iglesia desarrolló una verdadera respuesta como discurso ideo-político frente a los discursos dominantes y hegemónicos del liberalismo, el socialismo y el comunismo, en síntesis, de las ideologías nacidas a partir de la revolución francesa. Una respuesta integral, una Weltanschauung (Cosmovisión) católica para restaurar las sociedades a su base orgánica, perdida por las revoluciones francesa e industrial. La respuesta católica, tanto en el orden sobrenatural (recristianización de las sociedades occidentales liberales) como en el temporal (restauración del principio orgánico-corporativo y en general, la monarquía cristiana), recibe el nombre genérico de “contrarrevolución”, entendida como lo contrario de las ideas de la revolución antropocéntrica (igualitarismo, liberalismo, progresismo, secularismo, atomismo, iluminismo, protestantismo capitalista y burgués).  Dicho modelo en realidad no era nuevo, sino que venía a ser una actualización del régimen corporativo medieval frente a las circunstancias posrevolucionarias. Por ello, es falsa la acusación que se ha hecho al corporativismo católico de ser una variante católica del fascismo, toda vez que sus presupuestos y principios son sumamente diferentes, al proponer un neomedievalismo en oposición a la idolatría estatal y antropocéntrica, transversal a las variantes del fascismo.  

Es precisamente lo que el filósofo ruso blanco emigrado tras la revolución, Nikolay Berdiaev, escribió en su obra “Una nueva Edad Media”, en la cual llamó a un nuevo orden corporativo que prefigure la llegada de una “una nueva Cristiandad” que restaure la unidad cristiana de Europa, tras la ruptura de la “Reforma” y la Revolución (Berdiaev, 1924).

“La versión católica del corporativismo nacía, a nivel general, como reacción doctrinal frente a los males materiales y espirituales derivados del individualismo anómico impulsado por el descontrol del liberalismo y del industrialismo, y su efecto pernicioso en las condiciones de vida de la clase trabajadora; males que rompían el secular equilibrio de la comunidad tradicional. Pero en un nivel más concreto, el corporativismo católico respondía, como modelo propio y alternativo, frente a una “cuestión social” monopolizada por las organizaciones obreras de clase, y frente a una “cuestión política” dominada por partidos demo-liberales que hacían suya la herencia de la legislación liberal-jacobina, que impedía la organización obrera católica en la Europa del siglo XIX” (Fernández, 2010).

El corporativismo puede ser caracterizado como un modelo político, económico y social sustentado en los cuerpos intermedios y las fuerzas orgánicas de la nación que son representadas de modo estamental, en su vertiente política, y en su vertiente socio-económica. Según el Padre Julio Meinvielle, [2]“El individuo no se inserta inmediatamente en la vida pública, sino que, en primer lugar, se agrupa en la familia, en el municipio, y por el municipio en la provincia o región, y por la región en la nación. Paralelamente, en razón de los intereses comunes que tiene con los compañeros de trabajo del mismo oficio o profesión, créanse otros organismos naturales, indispensable al menos, para que los individuos puedan lograr una suficiente independencia económico-social a que su trabajo les da derecho; bajo este aspecto agrúpanse primeramente en el taller y por el taller en la corporación, y por la corporación en los cuerpos profesionales o gremiales y por los cuerpos profesionales en la nación ”  (Meinvielle, 2011, p. 38).

Más adelante, Meinvielle destaca como el corporativismo consiste en una doble serie de organismos, tanto políticos como socioeconómicos, cuya vida en sus constitutivos esenciales está regulada por la ley natural, que no puede ser modificada por el arbitrio del hombre. Se forma así un cuerpo social diferenciado, jerárquico, autónomo, que garantiza las libertades concretas en la base mientras afianza la autoridad en la cumbre (Meinvielle, 2011, p.39). En otras palabras, es una sociedad de sociedades y una comunidad de comunidades.

La idea central resulta así en la organización de las fuerzas sociales para el bien común de la sociedad política, conforme a los principios de subsidiariedad y totalidad, dentro de un orden orgánico, que forma parte de un totum catholicum mayor, donde cada pieza y engranaje del organismo social contribuye al bien del todo, siguiendo a Santo Tomás; y no a Hegel[3] (cuya filosofía idealista fue muy influyente para el fascismo). Se opone, por tanto, a las ideologías modernas que rompen esta armonía orgánica, en beneficio del individuo aislado, la clase, la raza, los consejos, etc. (Zuleta, 1981).

Para ello es fundamental el principio de subsidiariedad, que consiste en que ningún cuerpo intermedio superior debe ejecutar lo que puede ejecutar un cuerpo inferior, y se debe por tanto respetar la autonomía legítima de dichos cuerpos para sus funciones propias. A este punto, y a diferencia de otras formulaciones teñidas de liberalismo, como el gremialismo de Jaime Guzmán (Tapia, 2020), se incluye además el principio de totalidad, por medio del cual todas las partes orgánicas de un cuerpo participan del fin común y se someten como la parte al todo, para bien de todo el organismo, participando como un todo potestativo de orden y no como un todo biológico (a diferencia del totalitarismo). Consagrando así y en libertad, la primacía del bien común por sobre el bien individual, entendido como el sumo bien de la comunidad política en sus aspectos temporales y espirituales (Zuleta, 1981).

El bien común sustituye así al concepto de soberanía popular dentro del corporativismo: “En suma, en vez de concebir la sociedad política a partir de un contrato entre individuos como lo hace el pensamiento liberal, los corporativistas socialcristianos, apoyados en la filosofía escolástica, concibieron la sociedad como un organismo, el cual estaría estructurado jerárquicamente en base a las sociedades intermedias. En esta perspectiva, la noción de «bien común» tomaba el lugar que el liberalismo le había asignado a la soberanía popular” (Correa, 2008).

“El régimen corporativo es, precisamente, aquél que quiere promover la organización de todas las fuerzas sociales; fomenta su desarrollo vital y fecundo en la medida en que procura su concierto y armonía. En el orden económico, por medio de la corporación substituye a la libertad desenfrenada del capital y del trabajo y a la lucha de intereses que de allí se deriva, reglas variables dictadas por el mismo cuerpo profesional que aseguran la lealtad y seguridad del oficio. Contra la libertad desenfrenada que proclama el liberalismo, invoca el derecho de asociación para el obrero, a fin de defenderlo contra la explotación capitalista. Contra el principio socialista de la lucha entre el capital y el trabajo, exige la colaboración de uno y otro en beneficio aun de la misma clase trabajadora” (Meinvielle, 2011, p.39).

Mas, ¿Cómo se manifiesta en la práctica un régimen de este tipo? Lo primero es organizar jerárquicamente la sociedad a partir de las organizaciones de personas agrupadas en distintos campos a partir de la sociabilidad natural. Como hemos anunciado previamente[4] se entiende que son la familia, el municipio, la región, y la nación en el ámbito político y en el ámbito económico-social; el taller, el gremio, la corporación. Las distintas organizaciones forman así una escala ascendente que imita la jerarquía celeste, y la sociedad terrena se vuelve un espejo de la sociedad sobrenatural, a partir de la cosmovisión teocéntrica propia de la Cristiandad e inherente a la Doctrina Social de la Iglesia Es la reacción integral contra las consecuencias de la revolución, en el terreno político, socioeconómico y religioso.    

En su vertiente política, establece la representación mediante un sistema donde los cuerpos intermedios, las profesiones, oficios, el trabajo, y demás actividades naturales, obtienen representación de modo estamental en una Cámara o Concejo —en lugar de ser representados indirectamente por partidos ideológicos de un congreso legislativo— donde exponen sus intereses, en una escala jerárquica, desde las comarcas y municipios, pasando por las regiones, hasta los delegados en los Concejos mayores. Este sistema, como ha estudiado en extenso el profesor Galvao de Sousa, fue el que imperó en el orden político occidental con anterioridad a la revolución. Es importante destacar que para que sea efectiva la representación orgánica, debe ser ejercida mediante el mandato imperativo, para asegurarse la efectiva representación de intereses, gremios y corporaciones ante órganos representativos superiores en la escala jerárquica (Galvao de Sousa, 2011, pp.121-136).  

A modo de ejemplo, sobre el caso del sistema corporativo en los reinos alemanes, Fernández Riquelme, citando al jurista Otto von Gierke, estudioso de la corporación medieval, nos enseña que “La ‘fusión orgánica’ de Gierke remitía a una época medieval donde las instituciones temporales y espirituales no eran más que ‘corporaciones superiores’ de un sistema social orgánico hecho doctrina política; ambas se encontraban entrelazadas en la ‘doctrina medieval del Estado y de la Sociedad’. La jurisprudencia recogía la tradición popular germana y la conciliaba con la doctrina romana de las corporaciones. En ella, la Monarquía era una institución representativa y un oficio, condicionada por la concepción comunitaria de la soberanía popular, la representación estamental y la ley natural (Fernández, 2009).

Las leyes corporativas, emanadas de las propias corporaciones, representaban el ejercicio de los derechos del pueblo, en una Asamblea estamental con elección de base orgánica, junto a los derechos del gobernante. La Asamblea estamental consistía en cuerpos colegiados, a imagen de los electores del Sacro Imperio y de los Cardenales de la Iglesia. Para Gierke, verdaderamente estábamos ante una “nación de guildas» [5] (Fernández, 2009).

El corporativismo católico tomó lo esencial del corporativismo medieval, como respuesta, ante la sociedad moderna en su conjunto. En palabras de Jaime Eyzaguirre: “Bien diseñada…aparece pues en el horizonte la organización política de la nueva edad. (Sobre las ruinas del liberalismo) Se perfila ya la faz del nuevo Estado, jerárquico y corporativo, en cuya constitución primará, como lo ha dicho muy bien Berdiaeff, el principio del realismo social, (sustituyendo el del formalismo jurídico). Se hablará incluso de un “nuevo espíritu integralista, orgánico”, “disciplina de las actividades”; que reemplazará la “ficción del sufragio universal” por una genuina participación, sustentada en la representación orgánica y funcional en lugar de la representación inorgánica y partidocrática» (Góngora et al., 2002, p.105).

El corporativismo medieval, como modelo socioeconómico, rigió en el sistema de relaciones laborales basado principalmente en el sistema gremial. Dicho sistema se fue implantando poco a poco debido al surgimiento de las primeras ciudades, de tal forma que fue sustituyendo en cierto modo el sistema feudal en que se basaba la alta edad media (López, 2017, p. 4). Imperó especialmente durante la Baja Edad Media a través del sistema de guildas y cofradías, corporaciones y gremios, que estructuraron la organización económica armonizando capital y trabajo, limitando la libre competencia en beneficio del bien común y la solidaridad productiva. Se entendía que los propios cuerpos intermedios debían regular el tráfico mercantil, para proteger a todos los involucrados en el mismo, limitando la concurrencia, no para la especulación crematística[6] sino para evitar la acumulación capitalista y con ello, las relaciones de explotación económica. En su núcleo está la concepción, derivada de Santo Tomás y de los Padres de la Iglesia, de la destinación común de los bienes que la Providencia dispuso para el mantenimiento de todo el género humano, no habiendo título alguno para que unos tengan mientras otros carecen de lo necesario para vivir.

En la historia del corporativismo, la presencia de los gremios fue clave, porque permitieron regular el comercio y los precios —con prohibición para la especulación usurera— a partir del conocimiento de los productores y las necesidades de los distintos grupos, aspecto sumamente importante para los modelos económicos corporativistas de colaboración entre clases. Con el advenimiento de la Modernidad, el sistema gremial entró en crisis y se vio pronto superado por las fuerzas del Capitalismo, ante el cual fue incapaz de adaptarse de modo eficaz y así perdurar en los siglos más recientes. La ley revolucionaria Le Chapelier de 1791, que suprimió y prohibió definitivamente los gremios y corporaciones, marcó el simbólico fin del sistema corporativo tradicional, ante los nuevos ideales ilustrados y burgueses (Enríquez, 2019).

No obstante, las graves consecuencias sociopolíticas del liberalismo llevaron al corporativismo católico a un renacimiento durante el siglo XIX, como corolario y a la vez inspirador de la moderna Doctrina Social de la Iglesia ante la cuestión social y las graves injusticias derivadas del capitalismo decimonónico laissez faire.

Según Fernández, ante el surgimiento de la menesterosidad social, la lucha de clases, el pauperismo de ilustrada filiación, y el terrorismo asociado (todos con causa en el industrialismo moderno), la Iglesia propuso su modelo de sociedad, que no es sino una “Comunidad” o Gemeinschaft, en el sentido dado por Ferdinand Tonnies, esto es, organización social de base orgánica unida por sólidos vínculos religiosos, comunitarios, tradicionales e históricos en los cuales tiene primacía el bien común por sobre el interés individual. La Iglesia, procuró reconquistar la sociedad en nombre de “Cristo Rey”[7], contra la burguesía liberal (Plutocracia) y la revolución marxista (Oclocracia); y para ello, la Corporación era el elemento ideal de armonía interclasista, retornando a una organicidad premoderna, desde y hacia una restaurada cultura teocéntrica (Fernández, 2010).

Frente a la nueva realidad post-revolucionaria, en que el hombre se encontraba aislado y desarraigado de los principios y entorno tradicional, alienado ante el gran capitalismo burgués; el denominado catolicismo social, impulsor del corporativismo, recuperó la vigencia de la Corporación, “como instrumento para conseguir la armonía terrenal reflejo del orden divino” (Fernández, 2010).   

De allí que hacia fines del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, en la ortodoxia católica se estudió con detalle los gremios medievales para proponer una adaptación a la sociedad moderna de dicha organización. Destacó en esta labor el padre Heinrisch Pesch SJ (probablemente el mayor teórico del corporativismo económico moderno)[8] con su monumental obra Lehrbuch der Nationalökonomie[9], en la cual estudia la economía desde el punto de vista corporativo y tomista.  Sus discípulos redactaron Quadragessimo Anno, (Chojnowski, 2007; Storck, 2007) encíclica del Papa Pío XI que recomendaba la organización corporativa de la economía y sociedad, distinguiéndose claramente del corporativismo fascista, −en boga por ese entonces− que subordina todas las corporaciones al Estado, transformándolas en títeres de la organización político-administrativa, sin mayor libertad ni independencia.

De las orientaciones de Quadragesimo Anno, se ha dicho que: “Los corporativistas procuraban adaptar la economía moderna al sistema medioeval de gremios, haciéndola independiente de la libertad y pugna salvaje de los intereses opuestos…capitalistas versus trabajadores, la lucha de clases. Habría sindicatos separados (o conjuntos, según sus miembros decidieran) de patrones y de trabajadores, en cada rama de actividad y cada población o lugar. Todos los sindicatos de toda rama local se integrarían a una corporación, también local, con la tarea de regular allí la actividad respectiva, fijando los volúmenes por producir, los precios de venta, los salarios, etc., y de armonizar los diversos intereses de las distintas ramas En el nivel nacional, cumpliría igual papel regulador una gigante “corporación de corporaciones”. Se trataba, pues, de un sistema de economía dirigida, pero no estatista, sino autorregulado por los mismos productores —fuesen ellos empresarios u obreros y empleados— decidiendo de consuno a través de los sindicatos, las corporaciones y el organismo cupular de esta” (Góngora et al., 2002, p.104).

Quadraggesimo Anno (1931) supuso así la instauración formal y definitiva del corporativismo en el pensamiento católico social, en términos mucho más explícitos que Rerum Novarum (1891), “Las corporaciones, sancionadas por la ley natural como “cuerpos sociales” intermedios, debían encontrar un lugar destacado en el ordenamiento jurídico-político de las naciones, dibujando una Política Social corporativa o corporativizada, capaz de hacer frente a los excesos del individualismo liberal y la amenaza del colectivismo socialista, y más allá del corporativismo de Estado de la Italia fascista. Así se postulaba una moralización de la vida económica (cristianización) capaz de superar la fractura de la “lucha de clases”, conciliando los intereses de trabajadores y patronos, de trabajo y capital desde la máxima de “unión y colaboración” (Fernández, 2010).

La función del Estado en el corporativismo económico-social era impulsar, organizar, coordinar, mediar entre grupos, más nunca manejar directamente las corporaciones. Porque, tal y como hemos anticipado, el corporativismo libre tenía entre sus objetivos evitar que el Estado controle de modo omnipotente las distintas áreas de la vida socioeconómica, sin que se oponga a su legítima intervención conforme a los principios de subsidiariedad, totalidad y primacía del bien común (Góngora et al., 2002, p.104). En palabras de Julio Alvear, el Estado interviene únicamente para coordinar el bien común, mientras las corporaciones forman una realidad jerarquizada de sociedades mayores y menores, autónomas del poder político, tanto para su existencia como su funcionamiento, conforme a sus propias finalidades (Alvear, 2019, p.159). En la época contemporánea, según la Revista Estudios, lo más parecido a dicho ideal, a modo de ejemplos prácticos, serían las formulaciones corporativas de Engelbert Dollfuss [10] en Austria (1932-1934) y Antonio de Oliveira Salazar en Portugal (1933-1970), gobiernos surgidos “al calor de las enseñanzas de León XIII y Pío XI”[11] (Góngora et al., 2002, p.105).

De su ejemplo hemos de beber quienes adherimos a la cristiana concepción de cuerpos sociales con base en la realidad viva, tanto en sus aspectos de orden natural como sobrenatural, incluyendo así a la revelación católica (Góngora et al., 2002, p.107). Y es que, los cuerpos intermedios en la concepción tradicional católica, forman el Corpus Mysthicorum Politicorum que ordena jerárquicamente la sociedad imitando a la ordenación divina y celestial del cosmos. Tal es el ideal católico corporativo, reflejo humano e institucional del orden divino, y ortodoxa mínima, fórmula magistral para humanizar y armonizar la nueva sociedad industrial (Fernández, 2010).

Bibliografía

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Wiarda, H. (1997). Corporatism and Comparative Politics, M.E.Sharpe, New York

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[1] Primera Carta a los Corintios, 12, 14-22, traducción de Torres Amat (1825).

[2] El destacado en negrita es de autoría propia.

[3] Hegel despreciaba el pensamiento filosófico y político de la Cristiandad medieval, como consta en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal.

[4] Y a partir de las revisiones y propuestas de autores como Vásquez de Malle, Julio Meinvielle y Víctor Pradera, entre otros.

[5] Las guildas eran agrupaciones de artesanos, comerciantes o mercaderes que realizaban una misma actividad productiva.

[6] Aristóteles caracteriza la crematística como el conjunto de prácticas que no tienen otro fin que el de acumular dinero.

[7] Quas Primas (1925), Pío XI.

[8] Denominó su propuesta como “Solidarismo”. Pesch además polemizó con Mises y la Escuela Austríaca (liberales clásicos).

[9] Un tratado de economía de más de 3000 páginas, considerado el más grande de todos los tratados en la materia, tristemente olvidado en las universidades católicas.

[10] Prematuramente abortadas tras el asesinato de Dolfuss en 1934, a manos del nazismo austríaco.

[11] Junto con Gregorio XVI, Pío IX, San Pío X, Benedicto XV y Pío XII, se trata de Pontífices profundamente ignorados por el pensamiento católico posterior al Concilio Vaticano II. Los mismos católicos que no leen las Sagradas Escrituras tampoco leen las encíclicas de estos Papas.

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