Sobre la virtud de la esperanza: «Volver al origen para entender la ausencia»
Sebastián Alfonso Flores Alvarado
“…Y aquella mujer, levantando la tapa de un gran vaso que tenía en sus manos esparció sobre los hombres las miserias horribles. Únicamente la Esperanza quedó en el vaso, detenida en los bordes,y no echó a volar porque Pandora había vuelto a cerrar la tapa por orden de Zeus tempestuoso que amontona las nubes”.
Los trabajos y los días (Hesíodo, traducción de González, 1964, p. 2)
De esta manera Hesíodo explica la repartición de los males en el mundo como consecuencia de la curiosidad de la mujer. Interesante resulta que la esperanza aparezca como el último de esos males, único que no pierde el lugar de origen. Y es que al envolver la esperanza una expectativa a ser cumplida tras mediar “espera”, resulta comprensible que dicha concepción casi no fuese valorada en la cosmovisión griega, por cuanto para estos, el día a día no se movía de cara a un futuro prometedor, sino por el contrario, en base a un presente muy bien llevado en el momento mismo que transcurría la vida, dado que el futuro, y especialmente la vida tras la muerte, difícilmente sería algo más dichoso[1].
“En resumidas cuentas, el hombre no dispone de otra cosa que, de sus personales limitaciones, las que le vienen de su propia condición humana y en particular de su Moira. La sabiduría comienza con la conciencia de la finitud y la precariedad de toda vida humana. Se trata, por consiguiente, de sacar provecho de todo cuanto pueda ofrecer el presente: juventud, salud, goces materiales y ocasiones de demostrar la propia valía. Ésta es la lección de Homero: vivir en plenitud y al mismo tiempo con dignidad en el presente.” (Elíade, 1999, p. 339.). Ante una visión tan preocupada del buen provecho del presente, la esperanza resulta incómoda por cuanto siempre implica carencia de medios u oportunidades a los que recurrir en tiempo inmediato.
Esta visión respecto a la esperanza no se vio mayormente trastocada por Roma. “Carpe diem, quam minimun crédula postero”, “Aprovecha el día, no confíes en el mañana”, aforismo latino de origen epicúreo que sintetiza la relegación de la esperanza en la cosmovisión grecolatina. Pero esta relegación, si bien siempre presente en la superficie más visible de la antigüedad, tuvo una contracara que con el tiempo abrió camino para reemplazar radicalmente la importancia de la esperanza. Fue el culto a los héroes.
Personajes sin los cuales resultaba imposible para grecolatinos explicar los orígenes mismos de su civilización. Los héroes fueron realizadores de grandes hazañas en un tiempo donde los hombres que poblaban la tierra eran ya expresión de una raza corrompida y decadente, y no obstante ello, por medio de las gestas heroicas que cubrían de gloria a sus ejecutores, lograban enaltecer y hacer partícipes de esa dignidad a los grupos representados, favorecidos y/o concebidos por ellos (García, 2005, p. 29).
Lo anterior, sin tratarse de personajes puramente virtuosos, porque, muy por el contrario, eran portadores de una gran contradicción y muy susceptibles a los excesos humanos. Sin embargo, el fruto de su obra si solía considerarse virtuosa y hasta indispensable para la existencia de la sociedad: “El «mundo de los hombres», en el que las infracciones y los excesos estarán prohibidos, surgirá precisamente como fruto de las creaciones heroicas: instituciones, leyes, técnicas, artes.” (Elíade, 1999, p. 370).
Los griegos vivían un mundo para ser gozado en el presente, desde las discusiones en el ágora hasta los juegos olímpicos. Lo valioso era vivir bien con las expresiones de la sociedad que se asociaban a distintos héroes, en lugar de cuestionarse por asuntos más allá de la vida, pues tal como lo resumía Homero, el alma no era mucho más que “semejante al humo” (Elíade, Tomo 2 1999, p. 237). Aún así, el reconocimiento que los griegos daban a quienes tenían vidas, y aún más, muertes heroicas, da cuenta de un espacio para la esperanza que no alcanzó a ser lo suficientemente desarrollado en su cosmovisión[2].
Así, el futuro post mortem no era, en principio, muy distinto para los héroes. Pues salvo Heracles —que tras su muerte pudo ascender al Olimpo y consagrarse como el héroe-dios —, los demás alcanzaban un destino como sombras en el Hades que a los ojos de quienes oían sus historias aparecía como bastante “rutinario”. Al respecto, la gran excepción con relación al trato hacia el inframundo la dio aquel que tuvo el más famoso de los viajes asociados (Elíade, Tomo 2, 1999, p. 219-220).
Héroe al que se le atribuía la paternidad sobre la música, instrucción en la magia, conocimientos médico-astrológicos, y una tutela general sobre las humanidades; Orfeo, quién destacaba entre sus pares por el viaje que emprendió al inframundo, siendo el más popular e influyente en su género. Tanto fue así que permitió elaborar una doctrina iniciática lo suficientemente contundente como para alejarse gradualmente del relegado lugar que cabía a la esperanza en la cosmovisión griega primigenia, dando paso a una respuesta más clara sobre aquello que debían “esperar” los hombres luego de la muerte.
La práctica mistérica en torno al héroe Orfeo no era la primera de su tipo en la espiritualidad griega, pero si fue la primera cuyo desarrollo tomó como padre y guía a un héroe, capaza de enseñar a sus seguidores una preparación a la buena muerte si antes optaban por la buena vida. Punto de quiebre inicial respecto a la concepción predominante en la cultura grecolatina, vía una espiritualidad alternativa que alcanzó el mérito de sintetizar mejor aquellos conceptos que aparecían presentes en cultos mistéricos anteriores, como la transmigración e inmortalidad del alma (Elíade, Tomo 2 1999, p. 220).
Sobre esta doctrina, nos remitiremos a una descripción que sobre la misma ofrece Elíade: “Algunas alusiones de Platón nos permiten entrever el contexto de la concepción órfica de la inmortalidad. En castigo de un crimen primordial, el alma es encerrada en el cuerpo {soma) como si fuera un sepulcro {sema). En consecuencia, la existencia encarnada se parece más bien a una muerte, mientras que la muerte constituye el comienzo de la verdadera vida. Sin embargo, esta «vida verdadera» no se obtiene automáticamente; el alma es juzgada conforme a sus méritos o sus faltas, y pasado algún tiempo se encarna de nuevo.” (Elíade, 1999, p.224).
Ofrecieron así los órficos una respuesta capaz de superar el desgaste de la cosmogonía clásica griega, abriendo camino a la esperanza como virtud válida para la vida diaria de cara a la vida futura. El ejemplo más relevante al respecto lo constituyeron los pitagóricos, quienes, influidos por las prácticas órficas, desarrollaron un estilo de vida bastante ajeno a la de los griegos promedios, incluyendo prácticas como: el retiro de la vida en sociedad, el vegetarianismo, el examen diario de conciencia, la explicación de la realidad y el propio desempeño frente a ella a través de los números y la música (Jaeger, 2001, p. 165).
Ciertamente, este cambio no alcanzó a la totalidad de la sociedad griega, ni menos a la romana, porque entre los siglos IV a.C y III. d.C, las ideas de cínicos, peripatéticos, escépticos, epicúreos y estoicos fueron predominantes frente a los pitagóricos (Ossandón, 2014, p. 169-204 y p. 209-229). Así, la mayor recepción de algunos de los conceptos órficos presentes en Pitágoras, se obtiene por medio del recogimiento que hace de aquel hace Platón en su concepción del alma. Para este último, las almas están sujetas al ciclo de la transmigración, pero el mismo puede ser acortado si se trata de almas que cultivaron la pureza, tal como sería el caso de quienes siguieron la vida órfica, configurando con ello una escatología bastante más compleja que la sostenida por sus contemporáneos (Elíade, Tomo 2, 1999, p. 228-231) [3].
Este futuro más esperanzador y completo que tuvo acogida en el pensamiento griego por medio de los seguidores de Orfeo (y de los filósofos influenciados por su doctrina), puede considerarse como evolución a la duda o vacío que planteaba el destino de quienes eran capaces de llevar una vida heroica, y/o más exactamente, una vida pura por medio de la ascesis, abriendo lugar a la virtud de la esperanza, pues la carencia de lo que se tiene actualmente —o de lo que uno libremente se priva— deja de ser visto con el rechazo que originaba en el resto de la cultura grecolatina. Aún así, es importante aclarar que este espacio abierto para la esperanza solo pudo alcanzar su máximo desarrollo con posterioridad a la cultura grecolatina en sí, situación que se dio a través de dos vertientes tan definidas como opuestas: hermetismo y cristianismo, siendo en esta última donde la esperanza logró mayor desarrollo como virtud[4].
Para el cristianismo la esperanza es una constante desde el relato mismo de la creación: “Entonces dijo Yahvé Dios a la serpiente: «Por haber hecho esto, serás maldita como ninguna otra bestia doméstica o salvaje. Sobre tu vientre caminarás, y polvo comerás todos los días de tu vida. Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje; éste te aplastará la cabeza, y tú ple aplastarás el calcañar.»” (Genesis, capítulo III.).
En este punto resulta particularmente interesante como es la mujer quien cedió al engaño del demonio —de modo semejante a la curiosidad de Pandora— y, sin embargo, será por medio de la mujer que se guardará la esperanza y vendrá la salvación, al aplastar a la serpiente por medio de su linaje, correspondiéndose con la Virgen María, madre del Cristo prometido que, tras años de espera traerá redención a la humanidad castigada. Previo a ello, el Antiguo Testamento vuelve una y otra vez sobre la virtud de la esperanza, tanto en su sentido positivo (La promesa de la tierra prometida o el Mesías) como en el negativo (castigo a los hombres que ponían sus esperanzas fuera de la doctrina de Yahvé con su consecuente destrucción y/o destierro).
De allí que los hombres justos presentados por las Escrituras hayan destacado en dicha virtud. Detengámonos exclusivamente en el ejemplo de Abraham, que poseía la fe en el Dios verdadero, esforzándose, en consecuencia, en practicar lo que resultaba del agrado de este. En misericordia, Dios lo elige para trasladarse a la tierra de Canaán y situar allí la patria para su linaje. No obstante, la mayor dificultad residía en que Abraham y su esposa Sara, ambos ya de avanzada edad, no habían podido concebir descendientes.
Pero Abraham no perdió nunca la esperanza ni cedió en la fe, razón por la que Dios le prometió el nacimiento de un heredero. Fue Isaac, y, no obstante, Dios pide a Abraham ofrecer a su hijo en sacrificio[5]. Sin entender entonces tal voluntad —ni cuestionando a Dios por ella— Abraham realiza lo que hasta entonces no se registra en ninguna otra religión (Elíade, 1999, p. 233-236), cumplir el designio de Dios solamente porque este lo quiere sin esperar algo a cambio. Como fruto de este amor a Dios que es capaz de ir más allá de la propia persona y descendencia, Abraham se ve renovado en su amistad con Dios y recibe la promesa de heredar la tierra[6].
A partir de entonces, el camino recorrido por el pueblo de Israel permitió un desarrollo cada vez mayor de la esperanza como virtud, siempre ligada a los ejemplos heroicos y santos de quienes guardaban los mandamientos de Yahvé. A este respecto, el punto cúlmine del proceso se alcanzó con la pasión y resurrección de Cristo, pues actualizó la esperanza en un sentido complemente novedoso, por cuanto pasó a significar espera de vida eterna y resurrección gloriosa de la carne para aquellos que mueren en la amistad de Dios.
Así, el camino que deben seguir los cristianos exige ante todo paciencia en recibir las gracias que permitan hacer camino hasta entrar en el reino celestial. Lo históricamente pronto de este reino, en comparación a la Historia hasta entonces transcurrida, se vuelve en una enérgica esperanza que desde el principio desconcertó a judíos y romanos. Los primeros, mayoritariamente no quisieron abandonar sus esperanzas en un reinado más pronto y material; mientras que, los segundos encontraban realmente complejo creer en un único Dios, que además había decidido morir en una cruz para salud y ejemplo de sus seguidores.
Y, sin embargo, el testimonio[7] que las persecuciones imperiales permitieron ofrecer a los cristianos, fueron la semilla propicia para el triunfo de esta religión por sobre todas las otras que gozaban de popularidad en el mismo período[8]. Poco tiempo después de la conversión de Roma, el desarrollo de la Patrística encontraría en San Agustín de Hipona a la mente capaz de ordenar la filosofía platónica a la luz de la fe cristiana, dando con ello lugar al sistema realista metafísico católico como el más avanzado en el desarrollo de la virtud de la esperanza, y, por tanto, como el único exitoso a la hora de dar continuidad al mundo grecolatino (Guenón, 1927, p. 16).
Fue la Cristiandad medieval la que consiguió dar con un cierre coherente a aquel espacio, nunca lo suficientemente resuelto o cubierto, que había en la cosmovisión griega respecto a la presencia de los héroes y su relación con la esperanza. El cristianismo fue un paso más allá y aseguró a todos quienes viviesen y muriesen dentro de la Iglesia y en amistad del Creador, el premio de la vida eterna, en contraste con aquellas concepciones espirituales que al interior del pensamiento griego también habían hecho un lugar a la esperanza, pero solo para unos pocos elegidos[9].
El “Carpe Diem” pasó a entenderse con relación a aprovechar el tiempo presente para tener una buena muerte que podría llegar mañana (o aún antes), mientras que la vida cotidiana se rigió completamente por la concepción cristiana de las postrimerías, implicando una disposición al heroísmo y la santidad desde los menesteres más básicos hasta los deberes más altos de la sociedad[10].
Este proceso respecto a la esperanza encontró punto culmine en torno a los siglos XI y XIII, período propio de cruzadas y órdenes militares de caballería, alta expresión que bien podríamos considerar la síntesis más gráfica entre los conceptos de heroísmo y santidad. A este punto, para comprender como dichos conceptos resultan ligados a la virtud de la esperanza, bien nos ilustrará el recordatorio que San Bernardo de Claraval, predicador de la II cruzada y padre espiritual de la Orden del Temple, realizaba a los hombres previniéndoles de tenerse en alta estima por sí mismos —superando así la concepción de vida heroica propia de la antigüedad que exaltaba los gozos de la vida presente— y no por lo que Dios obraba en ellos: “Piensa lo que fuiste, semen pútrido: lo que eres, vaso de estiércol; lo que serás, sebo de gusanos” (San Luis María Grignion de Montfort, 2013, p. 161).
Ahora bien, la decadencia de la Cristiandad comenzó justamente en los siglos posteriores a las cruzadas. Pero el alto lugar que esta había conseguido instaurar para la virtud de la esperanza se mantendría durante algunos siglos. Así, los pensadores que abandonaron el realismo metafísico cristiano mantuvieron un espacio para la esperanza, aunque centrada en nuevos intereses. De esta manera, la esperanza mantuvo un rol importante en la filosofía, sin santidad primero, y luego sin heroísmo para finalmente, entre los siglos XIX y XX, desaparecer como concepto relevante.
Prueba lo anterior el que en nuestro tiempo tantos esbocen que de existir el infierno sería —o derechamente es ya— la vida aquí en la tierra. Opinión que esconde el reclamo y hastío por encontrarnos en un tiempo vacío de esperanza tanto como de santidad y heroísmo. Resultado semejante al infierno propio del pensamiento cristiano medieval, del que Dante hizo eco al comienzo del canto III de su obra, específicamente sobre el dintel que abría las puertas al infierno: “Por mí se llega a la ciudad doliente, por mí se llega al tormento severo, por mí se llega a la perdida gente. La justicia movió a mi alto ingeniero, me hizo la potestad que todo alcanza, el sumo saber y el amor primero. Antes de mí no hubo ninguna crianza, sólo la eternal, y eterno es mi estado, ¡Los que ingresan, dejen toda esperanza!” (Alighieri, 2008, p. 20).
En la misma obra, pero más adelante, Dante, guiado por Beatriz en la ya casi última parte de su viaje, recibe de su guía la siguiente instrucción: “Como él quiere hablar y queda estanco, Beatriz me atrajo y dijo: «Ahora observa cuán grande es el coro de trajes blancos»”. Pocos versos más adelante el poeta explica a que había correspondido dicha visión: “He visto, pues, como una blanca rosa, exhibirse allí a la milicia santa, que con su sangre hizo Cristo su esposa” (Alighieri, 2008, p. 446).
La altísima estima en que el poeta tenía a los Caballeros Templarios, como exponentes de una tradición conjunta de heroísmo y santidad —que bien podría significar un ordenamiento entre las extraordinarias capacidades de los héroes griegos bajo la temerosa observancia de la ley de Dios que caracterizó a los justos varones del Antiguo Testamento— termina de ser aclarada cuando en la última parte de su viaje, es decir, al entrar a la más alta y santa zona de los cielos —casi de inmediato luego de haber pasado frente a la milicia del temple— , debe dejar de ser guiado por Beatriz para serlo por San Bernardo de Claraval, por cuanto la gran devoción a la Virgen (mujer en quien se cumplió la esperanza prometida desde el Génesis) que este practicó en vida, lo hace merecedor de guiar a Dante en el último tramo, donde se encuentran las almas de los más insignes santos, siendo justamente María Santísima la última en ser contemplada tras tan largo tramo (Y por sobre ella, solo Dios) .
La Divina Comedia terminó de ser publicada a comienzos del siglo XIV, momento a partir del cual el colapso de la Cristiandad se volvió tan progresivo como naturalmente irreversible. Y no obstante ello, la obra consiguió ser un profundo compendio del pensamiento cristiano, incluyendo la subordinación que el mismo hizo del pasado grecolatino. Tras abandonar a Cristo (Logos) como centro de toda esperanza, la filosofía occidental consideró al hombre como nuevo centro para este concepto, al menos durante algunos siglos. Comenzó así un optimismo de altas expectativas cuya falta de correspondencia con la realidad permite hasta hoy las mayores tragedias de la Historia.
El desarrollo de este último proceso queda pendiente para un próximo artículo. De momento consideramos realizada esta primera revisión con tintes de exhortación, a fin de aprovechar sanamente el presente, pero no porque el futuro sea traidor (como se temía en la antigüedad), sino para procurar mayor convicción y disciplina en quienes aspiramos a un mañana que nos pertenezca tanto en muerte como en vida.
Bibliografía:
Alighieri, D (2008). La Divina Comedia. Buenos Aires, Argentina: Gradifco.
Elíade, M. (1999). Historia de las creencias y las ideas religiosas. Tomos I y II. –Barcelona, España: Paidos.
García C. (2005). La literatura clásica griega. Historia, textos, comentarios. Santiago, Chile: Editorial Universitaria.
Guenón R. (1927) La crisis del mundo moderno.
Grignion de Montfort, L. (2013) Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María. Buenos Aires, Argentina: Editorial Claretiana.
Jaeger W. (2001) Paideia: los ideales de la cultura griega. Ciudad de México, México: Fondo de cultura económica.
Ossandón. J. (2013) Lecciones de Filosofía Antigua. Santiago, Chile: INIE Editores. – Hesíodo. Traducción de González A. (1964). Disponible en https://metodologia2012.files.wordpress.com/2012/08/82926141-hesiodo-los-trabajos-y-los-dias-trad-a-gonzalez.pdf
[1] Tampoco se trata de un futuro tormentoso, antes sería aburrido y rutinario (Elíade, 1999, pp. 336-338.).
[2] Esta situación tendrá excepción parcial en la doctrina órfica y la muy asociada escuela pitagórica. No obstante, no será hasta los días finales de la cultura grecolatina en que dicho espacio pueda ser satisfactoriamente cubierto por nuevas influencias espirituales.
[4] Para el cristianismo es virtud todo hábito que perfecciona al hombre para obrar bien. La esperanza como virtud pertenece al género de las teologales, esto es, directamente infundidas por Dios en la inteligencia y voluntad de los hombres con el fin en Dios mismo.
[5] A diferencia de los héroes en la cultura grecolatina donde la disposición a los grandes sacrificios suele incluir el sacrificio de la propia vida, la tradición en las religiones abrahámicas toma por modelo a un varón que no dudó en sacrificar a su propia descendencia ante petición divina. Sacrificio mucho más difícil de ofrecer si se considera la dificultad por la que ese hombre paso para llegar a tener al hijo en cuestión.
[6] El cumplimiento de la promesa renovada en el capítulo XII del Génesis impondrá igualmente un largo ciclo de espera.
[7] La palabra mártir viene del griego mártys, que refería al testimonio prestado en juicio. De allí la vinculación con los cristianos perseguidos por Roma pagana.
[8] Distintos cultos mistéricos, entre los cuales el más destacado fue el Mitraísmo.
[9] Aquí nos referimos al caso de los misterios órficos. Agréguese por otro lado, el hecho cierto de que durante largos siglos el judaísmo fue también doctrina para un pueblo elegido por Dios por sobre los otros, concepción que con el cristianismo se perfecciona por el mensaje de salvación universal traído por Cristo, situación rechazada por el judaísmo hasta la actualidad.
[10] San Isidro labrador y su esposa Santa María de la Cabeza (Siglos XI-XII) son ejemplo de una pareja de campesinos medievales que puede alcanzar la santidad tanto como un matrimonio de reyes como el de San Enrique y Santa Cunegunda (Siglos X-XI).