Percibir la experiencia del entre: «La fenomenología del tempo lento según Sergiu Celibidache»

Fernando Boza

El primero de enero es sinónimo de fiesta musical en Viena. Cada año, su regia Filarmónica presenta el Concierto de Año Nuevo con un director invitado. A la batuta del Neujarhrskonzert fueron invitados Karajan, con su inconfundible acento wagneriano; el hiperkinético Carlos Kleiber, que montó un espectáculo aparte con su danza en el podio; el inesperado Seiji Ozawa, que pese a ser siempre criticado por su infidelidad con los textos, otorga a sus presentaciones una elegancia inigualable; o el operático Georges Prêtre, alumno de Duruflé y el sempiterno director de la Callas. En 2017 fue el turno de Gustavo Dudamel, aquel Golden Boy que de la venezolana juvenil Simón Bolívar saltó a la influyente Filarmónica de Los Ángeles, en la que ha destacado no sólo por su simpatía única, sino por sus excelentes ejecuciones de Mahler. Al año siguiente, le tocó por quinta vez al consagrado Riccardo Muti, que ofreció un concierto cargado a los Strauss, con las solas excepciones de obras de Suppé y el húngaro Czibulka.

Este año fue la oportunidad de Christian Thielemann, adusto y meticuloso, y quizá por eso habitué del Festival de Bayreuth y deudor de la técnica de Furtwängler. Con este último comparte el haber sido conocido, en los últimos años, más por sus polémicas políticas que por su dirección. Si hasta algún diario español, alertado por la presencia del alemán en la cita vienesa, tituló que “los fantasmas del nazismo vuelven a la Filarmónica[1]. Y es que el actual director de la temporada predilecta del Führer no ha escondido su admiración por el AfD alemán[2] o por sus diatribas contra la corrección política[3]. Ese cuadro recibía a Thielemann en la Musikverein, en un concierto que fue recibido disparmente. Hubo algunos que lo tacharon inmediatamente de “aburrido”, como describe Sixtus Beckmesser, que sostiene –sin embargo- que el alemán “le ha devuelto rigor, empaque, tradición, seriedad y naturalidad” a un concierto señorial[4]. Reverter, muy a pesar de la lisonja, le espeta “un exceso de cálculo, en detrimento de la frescura y la espontaneidad[5], o incluso le acusa de ciertas “lentitudes parsifalianas”. Los comentarios menos doctos pero auténticos le recriminaban por la falta de carácter festivo, expresado en algunos tempi demasiado lentos.

Probablemente, la velocidad sea el carácter más perceptible, y por lo tanto, el expuesto a la crítica y alabanza de los profanos; pero a la vez, sea tan articulador de la poética de cada director, de manera que se convierta en su firma inconfundible. Por lento fue criticado el mítico Sergiu Celibidache, desaparecido conductor rumano que con justo derecho aparece como uno de los más relevantes de todo el siglo XX, que de hecho precedió a Thielemann en la dirección de la Filarmónica de Múnich. Acá Celi residiría hasta su muerte y en ella rindió excepcionales pruebas con el repertorio posromántico, especialmente con Bruckner y Dvorak.

Aunque a diferencia del de Bayreuth, Celibidache extremó como pocos el recurso del tiempo, de manera que lo que perdía en velocidad, la música lo ganaba en atmósfera. Este sello del maestro no sólo corresponde a una afición impulsiva por la lentitud, sino que es el síntoma más visible de la filosofía de su música, que hoy vive en sus pocas grabaciones, en algunos escritos y en el documental El Jardín de Celibidache, del que él mismo fue su director y productor. Su música no es sólo la herencia de Furtwängler o Tissen, sino que corresponde a la intersección entre las ideas de la fenomenología y del budismo que profesaba. ¿Cómo surge entonces su concepción musical? ¿De qué manera el tempo lento y largo remite a la fenomenología?

Probablemente será de Husserl que Celibidache tomará prestado el concepto de “reducción fenomenológica”, que en realidad corresponde a una operación triple: retener, suspender y reducir eidéticamente (Reeder, 2011). “Retener” es el momento inaugural de la concepción temporal, y para Husserl, este tiempo se explica precisamente con el carácter de una melodía: cada nota como una experiencia individual, pero que toma su significación de una configuración temporal que incluye las fases anteriores y las posteriores (Reeder, op. cit.). Algunas de estas experiencias (estas notas) se conservan en la retención, y una vez que ya no se retienen más en el presente viviente, debe ser recuperada de la memoria. Luego, “suspender” –o poner entre paréntesis–, que no es otra cosa que la epojé griega (ἐποχή), que según Sexto Empírico, es un estado en el que no se afirma ni se niega, y que en ese sentido es adoptado por Husserl. En realidad, para la fenomenología esta puesta entre paréntesis (Ausschaltung, Einklammerung) consiste en la suspensión del juicio doctrinal de toda filosofía dada (Ferrater y Terricabras, 2004). Como explica Reeder, es un ejercicio por el que se separa la cosa y su modo de aparecer (al mismo modo en que lo relevante es que una cosa aparezca, más allá de si su ser es real). La abstención de la epojé, a diferencia de lo que se pueda creer, es trascendental y no psicologista, pues “por la epojé no se pierde el mundo; en general, no es abstención respecto al ser del mundo y de todo juicio sobre él, sino el camino de descubrimiento de los juicios de correlación, de la reducción de toda unidad de sentido a mí mismo, a mi subjetividad” (San Martín, 2009, p. 142). Puesto que la fenomenología es una ciencia, su preocupación no es lo psicológico en un momento dado, sino que descubrir una estructura universal de experiencia: es descubrir lo esencial por medio de la variación libre en la fantasía (o variación imaginativa), al eliminar hipotéticamente las características del fenómeno, hasta descubrir en él los aspectos que lo hacen tener sentido de forma universal. La esencia, para Husserl, posee una doble faz a priori y a posteriori. Primero, como una estructura de sentido general, y luego como un sentido vivido que descubrimos en los casos reales de la experiencia efectiva (Reeder, 2011).

De lo anterior fluye que para Husserl el problema del tiempo es fundamental: “como Heidegger también reconoce, la temporalidad es el elemento fundacional de toda la fenomenología de Husserl. No solamente porque el tiempo está estructural y esencialmente aliado al movimiento y el método de la reducción fenomenológica, sino que también, y más importante, porque la temporalidad es para Husserl la modalidad en que la unidad de la conciencia se estructura” (Moran et al., 2012, p. 320). El tiempo de la fenomenología pone en paréntesis (suspende) el tiempo del mundo o tiempo cósmico, “para circunscribir el análisis fenomenológico al tiempo inmanente de la conciencia. Esto es lo conocido con el nombre de Ausschaltungder objektiven Zeit[neutralización o interrupción del tiempo objetivo]. Se neutraliza toda intuición trascendente para quedarse sólo con el dato hylético puro; es decir, la intención fundamental es mantenerse en el terreno de las vivencias (Erlebnisse) subjetivas de la temporalidad” (Moran et al., op. cit.). En definitiva, el “ahora” de lo vivido es el punto central de la temporalidad, siendo su principio ineludible.

Otro tanto lo hará su inspiración budista zen, principios religiosos que Celibidache siguió por influencia de Martin Steinke, cabeza del budismo alemán en los años treinta. En particular, el zen tiende a poner en cuestión el tiempo. Pese a la existencia de ciertas corrientes en la que el tiempo es un obstáculo para la iluminación, pues ella necesitaría la abstracción de las relaciones temporales, Wright (2000) observa que existe una necesidad fundamental del tiempo para la conciencia (muy al modo planteado por la fenomenología husserliana): “como un ejemplo de la necesidad del tiempo para la conciencia, consideremos la realización básica budista de “impermanencia”. En su experiencia de iluminación, Buda cayó en cuenta que todas las cosas son impermanentes, esto es, que todas las cosas cambian en el tiempo. El tiempo está presupuesto en la experiencia del cambio”, de manera de que se yuxtaponga la condición presente con un estado de cosas pasadas que la hagan distinta del futuro” (Wright, 2012, p. 172). De la misma manera, en el Zen el tiempo “no es algo que vuela […] en una palabra, cada ser en el mundo entero es un tiempo separado dentro de un todo continuo. Y puesto que el ser es tiempo, yo soy mi ser-tiempo […] Como este pasar es una característica del tiempo, el tiempo presente y el tiempo pasado no se continúan ni se sobreponen uno encima del otro” (íbíd.).

Librarse de las ataduras del tiempo a priori, concebir todos los instrumentos de la orquesta como fenómenos propios y contrapuestos que gozan de un tiempo único y realzar el valor de la vivencia musical como un fenómeno irrepetible. Estas son las premisas que parecen ser capitales en la arquitectura musical del rumano. Probablemente, uno de los pocos trabajos serios dedicados a la posición musicológica de Celibidache (lo que puede decirse luego de investigar las principales bases de datos académicas) sea el de Juan Antonio Gallastegui (2017), espléndida y útil síntesis. A decir de Gallastegui, el primer y más capital concepto de la doctrina Celibidache es el de “vectores musicales”, de modo que deba realizarse una adecuada división de la masa sonora. Ella, explica el doctorando, “no puede ser absorbida o “vivenciada” si no es primero dividida en sus partes constituyentes […] el objetivo es que la conciencia pueda reducir todas esas multiplicidades para que la conciencia camine por el camino señalado por la fenomenología” (Gallastegui, 2017, p. 75). De ello resulta un proceso de ordenar la música en lo prioritario y en cada momento, y que es dependiente del tiempo: aquella máxima de Celibidache, de buscar oír en sus presentaciones “el final en el principio”, es una afirmación que no sólo demanda a la orquesta un trabajo superlativo, sino que es el convencimiento de que la masa sonora consiste en un todo ordenado e interdependiente. Y ese hilo conductor es, precisamente, el tiempo, que es siempre relativo y depende del fenómeno globalmente considerado. No se trata de una idea preestablecida, bajo la cual se obligue al director a respetar la velocidad del metrónomo. Para Celibidache no hay tiempos lentos o rápidos: “el tiempo físico no existe en la música” (Marin, 2015, p. 22). De allí que las presentaciones consideraran el tiempo en función de la estructura del texto y de las condiciones acústicas del lugar.

Somos damnificados por la aversión del maestro a grabar en estudio, por lo que sólo algunas placas nos llegan a nuestros días que atestiguan el carácter musical del rumano. Entre ellas, destaca una célebre y exquisita versión grabada del Scheherezade de Rimsky-Korsakov con la Orquesta de la Radio de Stuttgart, en el que maravilla un tercer movimiento de Scheherezade sensual y envolvente, muy distinto a las clásicas interpretaciones rusófilas de Svetlanov, o más recientemente, de Gergiev. La dificultad de la pieza radica en sus cuatro dinámicas secuenciadas: andantino, pochissimo più mosso, come prima y pochissimo più animato. La grabación de Celibidache (la de 1982) roza la perfección, con unos tempi que realzan los arabescos de las maderas como en un efecto acuático; con la ligereza de las percusiones y sobre todo de un pandero que de molesto, se reduce tanto como para no incomodar. El movimiento pierde su carácter de marcha juguetona, que es el que se suele encontrar en otras interpretaciones, y goza ahora de una mística inigualable, que no podría entenderse sin el tempo lento. También sus interpretaciones de Bruckner (la Romántica y la Quinta son sublimes) se cuentan como las mejores del siglo, y en ellas no puede negarse que el tempo lento (comparado a otros de sus cultores) le devuelve el carácter monumental que algunos pretenden lograr echando mano, por ejemplo, al abuso del vibrato. Tampoco se escapa la Novena de Dvorak, interpretada y re-interpretada secularmente, que adquiere con Celibidache un cariz notoriamente distinto: una historia que pasa de la esperanza del nuevo mundo a su decepción. Una grabación que roza los cincuenta y cinco minutos, casi quince minutos más del tiempo habitual (tomamos como referencia el amplio abanico de versiones que están disponibles), y cuyo efecto sobre la velocidad se refleja en sus movimientos segundo y tercero. Un largo que le hace honor a su nombre, dulce y reflexivo, que culmina con una coda que se desvanece; y un Scherzo glorioso, muy distinto al ferrocarril desbocado al que las orquestas nos tienen acostumbrados, y en el que pueden oírse detalles que siempre se escapan. En lo principal, el rescate del contrapunto de maderas que en algunas grabaciones casi ni se nota. Su versión del Réquiem de Mozart o de las misas de Bruckner rescata, por su tempo, el carácter lúgubre que deben conservar.

La pesada carga del tempo como algo dado nos remite al antiguo debate de la propiedad de la obra. Hasta qué punto el compositor tiene el dominio exclusivo para determinar el carácter que adquiere su velocidad, y qué es terreno del director y su particular interpretación. Celibidache nos presenta la vía de su elaborada fenomenología, bajo la cual disecciona la orquesta y nos enfrenta al ichigo-ichie (un aquí y ahora, en japonés) de vivir el momento sonoro completo en el teatro, bajo el cual ni los compositores pueden determinar la velocidad de la corchea, ni las grabaciones reflejar el total contenido de la obra interpretada. Reducir la velocidad de lo oído, precisamente para poner atención a cada momento musical y la manera en que se concatena, es la lección central que parece habernos dejado el rumano en legado.

Al menos, ralentizar el tiempo y permitirnos a los espectadores menos duchos deglutir mejor lo oído es algo que se agradece entre tanta presentación apresurada. Probablemente, esa obstinación sea la que separó irrevocablemente a Celibidache de dirigir la batuta del año nuevo, o que se lo haya relegado a un plano secundario de popularidad. Al morir, el obituario de The New York Times lo definió simplemente como un director esmerado (“painstaking”). Mejor suerte ha corrido su otrora sucesor en Múnich, que aunque poco preocupado de fenomenologías y budas, comparte con el gran maestro su preocupación por diseccionar la orquesta hasta el detalle para oírla como se merece. Así lo hizo en Viena.

Bibliografía:

Beckmesser, S. (3 de enero de 2019). Crítica: Concierto de Año Nuevo de Thielemann. Beckmesser. En: https://www.beckmesser.com/critica-concierto-de-ano-nuevo-de-thielemann/

Carr, D., (1987). Interpreting Husserl: Critical and Comparative Studies, Dordrecht, Países Bajos: Martinus Nijhoff Publishers.

Ferrater, J. y Terricabras, J., (2004). Diccionario de Filosofía, vol. 2, Barcelona, España: Círculo de Lectores.

Gallastegui, J., (2017). Fenomenología de la música de Sergiu Celibidache y su influencia en la dirección de orquesta en España (tesis doctoral). Universidad de La Rioja, España.

Marin, L., (2015). Basic Fundamentals of phenomenology of music by Sergiu Celibidache as criteria for the orchestal conductor (tesis doctoral). University of Kentucky, Lexington.

Moran et al., (2012). The Husserl Dictionary, Nueva York, Estados Unidos: Continuum.

Prieto, D. (31 de diciembre de 2018). Los fantasmas del nazismo vuelven a la Filarmónica de Viena por Año Nuevo. El Mundo.

Redacción (17 de agosto de 1996). Obituary: Celibidache, a painstaking conductor, dies. The New York Times.

Redacción (18 de julio de 2018). Star-Dirigent Christian Thielemann: «Ein Pegida-Versteher? Das weise ich weit von mir» Presse Portal.

Reeder, H., (2011). La Praxis Fenomenológica de Edmund Husserl, Bogotá, Colombia: San Pablo.

Reverter, A., (2 de enero de 2019). Thielemann lo tiene (casi) todo calculado, La Razón.

San Martín, J., (2009). La Estructura Del Método Fenomenológico, Madrid, España: UNED.

Service, T. (15 de octubre de 2009). Christian Thielemann – The power and the politics. The Guardian. Wright, D., (2000). Philosophical Meditations on Zen Buddhism, Cambridge, Inglaterra: Cambridge University Press.


[1]  Prieto, D. (31 de diciembre de 2018). Los fantasmas del nazismo vuelven a la Filarmónica de Viena por Año Nuevo. El Mundo (España).

[2] Redacción (18 de julio de 2018). Star-Dirigent Christian Thielemann: «Ein Pegida-Versteher? Das weise ich weit von mir» Presse Portal (Alemania).

[3] Service, T. (15 de octubre de 2009). Christian Thielemann – The power and the politics. The Guardian (Inglaterra).

[4] Beckmesser, S. (3 de enero de 2019). Crítica: Concierto de Año Nuevo de Thielemann. Beckmesser. En: https://www.beckmesser.com/critica-concierto-de-ano-nuevo-de-thielemann/

[5] Reverter, A. (2 de enero de 2019). Thielemann lo tiene (casi) todo calculado. La Razón (España).

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