Ante tiempos de suicidio: «El bosque como respuesta al desierto del alma»
Jorge Marchant Díaz
“De todos modos, para mí lo cierto es que lo sobrenatural existe, sea cristiano o no. Negarlo es negar la evidencia, chapotear en la pocilga del materialismo, en la artesa estúpida de los librepensadores”.
Joris Karl Huysmans, Allá lejos, 1891.
Ante el clima de perplejidad, inseguridad y desesperación que ha quedado de manifiesto a partir de los siglos XVIII y XIX, no fueron pocos los pensadores y filósofos que se acercaron a una idea de preparación para la muerte, debido al absurdo en el que se había convertido vivir. Un absurdo seco, vacío, en definitiva, desértico.
Como consecuencia de siglos de racionalismo, idealismo y positivismo, la filosofía se alejó y terminó desconectada de la vida real. En términos concretos, se redujo a espacios selectos y quedó carente de utilidad para el hombre con problemas, desesperaciones y, por consiguiente, la más profunda angustia. Este alejamiento derivó en el desarrollo del existencialismo, donde la existencia antecede a la esencia y es fuente de conocimiento, centrándose como objeto último en la muerte. Para esta escuela filosófica, existen fenómenos y no sustancias, mientras que la vida es un caminar constante hacia un inminente, y natural, deceso. La finalidad de la vida se convirtió en un aislamiento profundo, que se funde y disuelve en el todo, carente de significado, transformándose en la desértica nada. El existencialismo, por último, al desahuciar al máximo la razón, niega toda metafísica, su naturaleza y su moral, por lo que la libertad humana quedó acorralada y en serio peligro de extinción.
Un ejemplo en la geografía local servirá para aclarar al máximo aquel contexto. Sabemos que cada cierto tiempo el Desierto de Atacama florece, fenómeno que, aunque inspira y evoca relucientes esperanzas, no puede hacernos olvidar que la desertificación avanza día a día, acercándose con fuerza hacia la zona central del país. Esta situación —que metafóricamente representa la sucesión de hastíos y desesperanzas, terminadas en extremo desencanto con la vida misma—, es común a una importante línea de pensadores occidentales como resultado del reiterado fracaso de quienes han intentado superar tal realidad.
De aquella forma, el debate ha llegado hoy a traspasar los límites de la vida (principio básico para dar cabida a la libertad), lo que tiene sentido si la misma pasó a ser comprendida como mero desierto. En consecuencia, la opción por la autodestrucción ha sido una de las más comunes entre aquellos que no lograron ser capaces de apreciar la belleza florida de un breve instante —más duradero y sólido en el pasado que en sus tenues reiteraciones presentes—, al ser incapaces de encontrar una propuesta eficaz que contribuyese a superar lo desgastante de su tiempo.
La autodestrucción, representada en el suicidio heroico, no entregó soluciones ante el avance del desierto y la esterilidad, sino una rendición ante el vacío, acto que rechazamos profundamente. Por lo que una alternativa a considerar es la internación en el “bosque”, donde se desarrolla la vida en plenitud.
Para comprender la desertificación del alma, ejemplificaremos con algunos autores que vivieron o sintieron el vacío, así como otros que buscaron soluciones a este. En primer lugar, Ernst Jünger aseguró que el punto medular del sufrimiento moderno es el gran vacío, el mismo que Friedrich Nietzsche denomina el “crecimiento del desierto”. “ Zarathustra señala: ‘El desierto crece, ay del que alberga desiertos’. La pregunta por plantearse es, entonces, si no es la condición “propia” del hombre, luego de la muerte de Dios, la de albergador de desiertos” (Cragnolini, 2010). El desierto en sí implica esa “nada” que crece continuamente con la amenaza de matarte de nada. Sin embargo, para que hayamos llegado hasta este punto, tuvo que ocurrir antes una desertificación al interior del alma humana que hiciera posible la otra desertificación.
En aquel sentido, tal sentimiento de desesperación y vacío del alma no es una temática que solo pertenezca a nuestros tiempos, sino que se arrastra ya por siglos. Al respecto, el poeta romántico alemán, Novalis expresó:
“¿Qué es lo que aplaza el regreso?
Los seres queridos duermen hace mucho.
Su sepulcro es el límite de nuestra vida,
y ahora somos pena y miedo.
Ya no tenemos nada que buscar – Vacío está el mundo
– Asqueado el corazón … Es el crepúsculo de la tarde
que cae sobre quienes aman y sufren.
Un sueño nos libera
y nos lleva a casa del Padre” (2017, p. 35-36).
Hacia fines de su vida, aquel poeta añadió que: “La muerte es el principio que romantiza nuestra vida. La muerte es la vida. Por medio de la muerte, la vida se fortalece” (2017, p. 42). No obstante, el poeta y filósofo no refiere a una muerte metafísica, sino al aprovechamiento del vivir. Todo el potencial de la vida está en su finitud. En la misma línea, Arthur Schopenhauer (1993, p. 108) explicó que: “La individualidad de la mayoría de los hombres es tan miserable y tan insignificante, que nada pierden con la muerte”. Sin embargo, Schopenhauer dejó abierta una puerta al hablar de la individualidad de la mayoría, para que hombres selectos pudiesen continuar libremente con sus acciones, al hacer uso de esta vida finita, pero con potencial.
Pero, también hubo generaciones que vivieron el pleno de la decadencia y llevaron consigo el desierto del alma, para vivir lo que era la miseria e insignificancia. El poeta decadentista Arthur Rimbaud (2008, p. 25), en un anhelo de muerte y al extremo de la desolación, exclamó: “Atiende, alma mía […] ya no hay esperanza. No amanece en este valle […] ¿Le hablo a Dios? Quizás debería dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo del abismo y ya no sé rezar […] Ya no hay mañana […] La hora de la fuga, será la hora de la muerte”. En el mismo sentido, Hermann Hesse, por medio de Harry Haller en el “Lobo Estepario”, graficó la soledad, abandono y posterior desesperación que vivía el hombre. Aquello configuró la figura del hombre culto, intelectual burgués, que navega dentro de un mundo sin fe. “La soledad se ha convertido en alimento del alma y a su vez en su propio infierno. El mundo nos ha abandonado y lo hizo de modo siniestro. A los hombres no les importa nada, tampoco sí mismos, así ahogándose” (2002, p. 38).
Sumadas, las múltiples contradicciones en la existencia humana provocaron en muchos una tormenta permanente, un continuo devenir, que desemboca en la nada, razón por la cual, la vida es un permanente fracaso, una decepción absoluta y, en definitiva, un absurdo, que ni siquiera vale la pena vivir. Aquel fue el sentimiento que inspiraría a Gilles Deleuze, quien sentenció: “Todo lo bueno y grande de la humanidad (sólo puede surgir) de personas dispuestas a destruirse a sí mismas” (Miller, 1995. p. 267). Desde la otra vereda, Louis Ferdinand Céline apreció todo este espectáculo: “¡Ah! ¡Divertirse con su muerte mientras la fabrica, eso es el Hombre, Ferdinand!” (Céline, 2012, p.24).
Al respecto, fue Jünger quien destacó por interiorizar la muerte ─que, pese a las distintas interpretaciones, difícilmente puede negarse en cuanto fin terrenal del principio vital─ como parte fundante de su filosofía. Tras la Primera Guerra Mundial, aquel autor hizo un énfasis particular en la muerte heroica: “La muerte es parte de un orden superior, y por ello plenamente aceptable en sus diversas manifestaciones. […] La muerte tiene un sentido como un instante límite, y no necesariamente es una derrota de quien fallece […] particularmente en la muerte heroica, cuya acción, el acto de morir, es el más alto nivel de la incondicionalidad. […] tan pronto se ve frente a la muerte, no puede ser, sino que el “más alto sentido”, lo que no significa que no deje de temblar ante ella” (Fermandois, 2017, p. 182-183).
En este punto, nos referiremos a dos muertes modernas que apuntan hacia la heroicidad. Por un lado, Yukio Mishima, novelista, ensayista, poeta y crítico japonés, encontró su muerte tras la realización de un seppuku, ritual samurái, en 1970[1], tras un fallido intento por sublevar a las fuerzas de autodefensa de Japón y devolver su lugar al Emperador. Por otro lado, Dominique Venner, nacionalista francés, se suicidó en el altar mayor de la recientemente incendiada catedral de Notre Dame, en París, el año 2013. “Me suicido para despertar las conciencias dormidas. Me sublevo así contra la fatalidad”, escribió Venner la mañana de su muerte en un blog de su propiedad. El fundamento habría sido la legalización del matrimonio homosexual en suelo francés.
Sin embargo, el sucesivo avance que, al presente, muestran las líneas de pensamiento gestoras del contexto de hastío y desierto metafísico, nos llevan a la reflexión de que la autodestrucción por el sinsentido del vivir como medio para superar el vacío imperante es inútil. Si bien podemos reconocerle a la muerte heroica puntos valiosos, hasta este punto de la historia, debiese quedar muy clara su insuficiencia y el mismo Jünger ─en quién insistimos pues se desmarcó de sus pares al descartar la autodestrucción─ propone una opción aparentemente más sensata o al menos, digna de ser explorada.
Y por más que se pueda coincidir con varios de los autores hasta aquí mencionados, en cuanto lo asfixiante del mundo actual, aburguesado, en extremo racionalista o ya pos-racionalista, al tiempo que carente tanto de fe como de razón y sentimiento, la solución no puede radicar en darse muerte a uno mismo. Aquello sería un escape a la incapacidad de sobreponernos virilmente a la sordidez de la realidad. Frente a ello, solo queda resaltar que ninguno de los dos “ejemplos prácticos”, Mishima y Venner, lograron el cambio esperado con su muerte, sino que perdieron la oportunidad de seguir en la acción, por más que pueda reconocérseles la búsqueda de valentía. “En los sitios donde hay inmortalidad, y aun en aquéllos donde sólo está presente la creencia en la inmortalidad, ha de presumirse que existirán también puntos en los que el ser humano no puede ser alcanzado o menoscabado —y mucho menos aniquilado —por ningún poder de la Tierra, ni siquiera por el más grande”, dijo Ernst Jünger en su ensayo “La emboscadura” (1988, p. 110). Sino que nuevas formas de organización son necesarias para enfrentar esta realidad, quizás desconocida, pero que nos pertenece.
En “Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis” (2006, p. 208-209), Mishima, (independientemente a su preferencia por la opción suicida), esbozó una alternativa para el paso a la acción y el enfrentamiento con la realidad, en la que el número de militantes no es la principal fuerza, como se acostumbra en los movimientos de nuestro siglo. “Vivimos en una sociedad masificada en la que parece mucho más eficaz actuar en grupo que de forma aislada. Mejor diez que uno, mejor cien que diez, mejor mil que cien; ésta es la férrea regla de la sociedad de masas. La fuerza se calcula siempre numéricamente, y se cree que incluso la energía bélica depende solo de los números. En cambio, la realidad es que cuanto más aumenta el número, más disminuye el voltaje, y cuanto más decrece el número más sube el voltaje”. En esta misma línea, Ernst Jünger afirmó que: “Siempre se tratará de minorías que, o bien llevan por naturaleza una marca que las distingue de los otros, o bien han sido inventadas con ese fin”. (Jünger, 1988, p. 37-38)[2]. Por último, Jünger también fue enfático, al manifestar que lo buscado no es una libertad neutral, sino que una activa y combativa.
Oswald Spengler en su propuesta para superar este mundo vaciado de significado, optó por la clarificar la necesidad hombres selectos fuertes y organizados: “No queda espacio libre para cualquier otra cosa. Arte, pero de cemento y acero. Poesía, pero de hombres con nervios férreos y visión profunda. Religión, pero la que consiste en tomar el misal y marchar a la iglesia, no la libresca de Confucio. Política, pero de hombres de Estado y no de reformadores del mundo. Todo lo demás no entra en consideración.” (Spengler, 1967, p. 116).
En su poema “El amor”, Hölderlin proclamó: “¡Crece, sé bosque, el mundo con más alma y desplegado en plenitud!”. Forjándose el bosque como alternativa al desierto nihilista. Jünger (1988, p. 12) también advirtió: “En lo que se refiere al lugar, hay bosque en todas partes. Hay bosque en los despoblados y hay bosque en las ciudades”, planteándose como contraposición con el desierto que avanza y vacía todo a su paso. Esa potencial asociación de Waldgänger, personas que saben lo que es la libertad y que no son sólo fuertes en sí mismos, es la pesadilla que no deja dormir tranquilos a los que tienen el poder, porque: “[…] también existe el peligro de que, cuando amanezca un mal día, contagien sus atributos (de lobo) a la masa de modo que el rebaño se convierta en horda” (Jünger, 1988, p. 34).
En definitiva, podemos concluir que la opción de la autodestrucción implica un rechazo a la posibilidad de que hombres realmente libres sigan llamando con su ejemplo, a quienes desde la masa no tienen percepción de a la amenaza desértica. También, con el correr de los siglos ha quedado demostrado lo insuficiente, cuando no inútil, del suicidio “heroico”, así como los frutos de quienes, durante el mismo período de tiempo, poco y nada obtuvieron para desestancar realmente los avances propiciados por los autores del vacío.
La libertad y la asociación entre libres que reconocen la amenaza de la desertificación asoma como una respuesta válida para responder preguntas y propiciar el florecimiento del bosque, como una finalidad aún más heroica y a la vez útil, que la autodestrucción. El poeta Johann Friedrich Hölderlin en su “Himno a la Libertad” ya exclamó: “Así es como en lo lejano sin nube veo brillar este nombre sagrado: Libertad”.
Bibliografía
Céline, L., (2012), Muerte a crédito. Buenos Aires, Argentina, Ed. Debolsillo.
Cragnolini, M., (2010), Albergando el desierto: Nietzsche y la cuestión de la “nada” Buenos Aires, Argentina. Universidad de Buenos Aires.
Fermandois, J., (2017), Política y trascendencia en Ernst Jünger (1920-1934), Santiago, Chile, Brickle ediciones.
Hesse, H., (2002), El lobo estepario, Santiago, Chile, Ed. Centro gráfico.
Jünger, Ernst., (1988), La emboscadura. Barcelona, España, Tusquets Editores.
Miller, James., (1995), La Pasión de Michel Foucault, Santiago, Chile, Editorial Andrés Bello.
Mishima, Y., (2006), Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis, Madrid, España, Ed. Palmyra.
Novalis: anhelo de muerte., (2017), Himnos a la noche. Buenos Aires, Argentina, Ed. Interzona.
Rimbaud, A., (2008), Una temporada en el infierno, Santiago, Chile, Ed. Taimí.
Spengler, O., (1967), El hombre y la
técnica y otros ensayos, Barcelona, España, Ed. Espasa.
Schopenhauer,
A., (1993), El amor, las mujeres y la muerte. Madrid, España, Ed. Biblioteca
Edaf.
[1] Aunque el suicidio nunca ha dejado de ser parte de la cultura tradicional nipona, el uso que hace del mismo Mishima es frente al contexto desolador común al mundo occidental.
[2] Como anécdota, el alemán, acrecentando en ese minuto sus diferencias con Josef Goebbels (ministro de propaganda del Tercer Reich) rechazó en 1927 el ofrecimiento de un mandato seguro al Reichstag, porque, según aquel autor, un solo verso vale más que 60.000 votos (Fermandois, 2017, p.19).