Seoi-nage
Por José Joaquín Durán
Hace unos cinco meses que trabajo de guardia de seguridad en este supermercado cerca del metro Rojas Magallanes. Es un sector concurrido e impersonal, atravesado por esa cicatriz infinita que es Vicuña Mackenna, la misma que sostiene el recorrido de la línea 5 del metro que se erige hacia las alturas.
El turno de la tarde siempre es más ingrato que el de la mañana. Pero en el de la tarde pagan un poco más. Por el riesgo. La posibilidad de interactuar con mecheros y otros escombros siempre aumenta a medida que se esconde el sol. En la mañana como mucho son viejas que reclaman en la caja por un descuento imaginario o uno que otro borracho del entorno que da jugo.
En este rubro abundan los sujetos pasados a películas, cuando en rigor solo basta hacer un curso que dura 140 horas en modalidad semipresencial. También tienen la realidad alterada quienes lo dictan. Esos típicos señores sobre los sesenta años que hicieron el servicio militar unos meses y se creen Rambo.
Llegué temprano hoy. El metro estaba más fluido de lo normal. Doblé por la parte trasera del estacionamiento cargando mi bolso deportivo. El baño estaba iluminado con esa desagradable luz fría y fluorescente, y hoy, más que otros días, expelía un olor a humedad penetrante. Al parecer Paula, la chica del aseo, no hizo bien su trabajo.
—Cacha, una vola así hay que hacerles a los flaites —soltó Kevin apenas entré al camarín, sin despegar los ojos del celular.
Es mi compañero de turno. Tiene unos ocho años menos que yo y, según me ha contado, vive con su mamá en la San Gregorio. Si no lo conociera y estuviera sin uniforme de trabajo, lo seguiría por los pasillos con discreción profesional. Su fisionomía enjuta y piel morena salpicada por uno que otro tatuaje lo hacía un blanco seguro.
No es un mal tipo. Solo que a veces es un poco agotador. Sobre todo, cuando quiere que vea un video.
Esta vez era un tutorial para hacer un Seoi-nage, proyección de judo que es aplicada sobre el hombro. La edición del video era una de esas con luces y música agresiva, de las que suele abundar en ciertos nichos de TikTok e Instagram.
Este suele ser parte del repertorio de contenido que me muestra. La otra incluye cómo volverse millonario mágicamente. Para esto solo bastaría con tener una mentalidad “estoica” en sentido posmoderno y rutinas matutinas que incluyen duchas heladas. También están los que te enseñan a no caer en las trampas y mentiras de las mujeres y cómo ser un verdadero “hombre alpha”.
—Está bueno… pero para hacer ese tipo de cuestiones no basta con un video de TikTok —dije.
Kevin vio la secuencia una vez más, como si quisiera desentrañar una especie de verdad revelada en un video de no más de 30 segundos.
Luego se guardó el celular en el bolsillo y comenzó a marcar en el aire la coreografía que creía haber aprendido.
—Mira, si igual puedo hacértela a ti — comentó.
—A ver, inténtalo —contesté.
Vi como repasó mentalmente cada paso de la proyección. Me tomó de las mangas e intentó levantarme en un movimiento rápido. Pero no hubo caso. Una cosa es verlo en pantalla y otra intentar hacerlo sobre alguien que pesa quince kilos más que tú.
Quedó dubitativo por unos momentos.
—Ya me va a salir… espera no más a que vea a un culiao intentando llevarse algo —sentenció.
De cierta forma, me agradaba su actitud. Sin embargo, si puedo calificarlo de alguna manera, mi límite es más bien racional. No pienso arriesgarme a que me apuñalen por evitar que se lleven una carne molida y una caja de leche. No porque crea en la dignidad del mechero, que algunos fantasean con que no tienen qué comer.
Si no me presto para el espectáculo, es simplemente porque la ecuación está lejos de ser atractiva. Si lo fuera también les pegaría un par de palos. Y quizás algo más para que no se olviden de mí. Pero mi vida vale más que esas cien lucas sobre el sueldo mínimo que pagan acá.
Mientras me ponía las botas tácticas, pensé que tampoco es que vivamos en Ciudad Gótica. No obstante, hay síntomas. Tengo poco más de treinta años y recuerdo cómo antes era posible estar de noche por casi toda la ciudad. Tomando algunos resguardos, claro.
Pero los códigos se fueron resquebrajando de manera lenta y sostenida. Nada espectacular.
El quiebre definitivo vino con la avalancha de personas que llegaron desde países caribeños. Al principio eran una novedad pintoresca. Después se convirtió en una broma amarga afirmar que “el ladrón chileno te roba, pero el caribeño te roba y te mata”. Cuestión de proporciones.
—Ya estoy listo, hermano. Nos vemos adentro — dijo Kevin.
—Dale compadre, te sigo — contesté al mismo tiempo que me terminaba de atar los cordones de la bota derecha.
Durante la tarde suelen aparecer tres grupos marcados. Ninguno lleva más de diez productos. Están los funcionales que pasan a comprar un par de cosas después del trabajo. Los estudiantes que pagan con tarjetas de beneficio por beca. Por último, están los que se abastecen para la fiesta con unas cuantas bolsas de frituras industriales y cerveza lager barata.
Así transcurren las horas. Con patrullas breves por los pasillos. A veces por simple lectura patrones externos puedes apostar quién intentará guardarse en el bolsillo un desodorante o un chocolate. Otras veces te sorprende un poco la mujer bien vestida que descubriste llevando en la cartera un par de cortes de asiento al vacío.
La mayoría de los mecheros, una vez que los interpelas, suelen entregar lo que intentaban llevarse. Intuyo que los guía más la vergüenza de no haber sido lo suficientemente hábiles que el apego a su botín.
Esa es la mayoría.
Porque también están los estridentes. Esos que personifican al animal atrapado por la trampa del bosque. Vociferan, escupen y patean hacia todos lados.
La posibilidad de que este escenario sea poco probable disminuye si te acercas a ellos de manera “dialogante” pero firme. El problema surge con los vigilantes de estilo épico, que saltan listos para repartir golpes.
—Cacha que en pasillo de los lácteos hay una mina que está ufff… mira, anda a ver — comentó Kevin.
Me ganó la curiosidad y avancé hacia los primeros pasillos. Allí entre las cajas de leche la divisé. Tenía razón Kevin, punto para él. Debía tener unos veintisiete años. Tenía el pelo negro y tomado con una coleta. Llevaba una polera corta y unos shorts que le perfilaban el culo de manera armoniosa.
La vista era agradable. Podría haber seguido un rato más, viendo si se decidía por la leche descremada o la semidescremada. No lo hice. A lo lejos, dos sujetos cruzaron el pasillo y algo en su forma de moverse me puso en alerta.
Los seguí a distancia. Doblaron en el pasillo del alcohol. Pantalones apitillados, zapatillas deportivas. Uno más alto que el otro. No les vi bien la cara. Pelo oscuro, piel café. Caribeños, pensé.
El punto ciego junto al estante del hielo me permitió verlos mejor de lo que ellos creían. Lo suficiente como para que, pese a darse vuelta mientras guardaban dos botellas, no me detectaran.
—Ojo. Dos tipos en alcohol —dije por la radio.
—Copiado —respondió Kevin.
Me moví rápidamente para cerrarles el paso en la entrada del pasillo. Pero no lo suficiente como para pillarlos desprevenidos. Porque desde el otro extremo Kevin venía acelerado.
—Ya culiaos, pasen las weas al toque — dijo mientras avanzaba al trote desde atrás.
Apenas lo divisaron, soltaron la mochila y entraron en estado de trance. Ese que antecede la estridencia.
Tomé al más alto por la muñeca con dificultad cuando intentaba escapar. El otro comenzó a forcejear con mi compañero, mientras yo lograba, a medias, abrazar desde la espalda a mi presa. Alcancé a ver cómo Kevin sujetaba al mechero por las mangas y se disponía a girar. Sin éxito.
Ese segundo de desconcierto fue suficiente. El tipo se escurrió por mi costado y salió corriendo sin mirar atrás. Kevin lo siguió de inmediato, con la vista fija, como si no existiera nada más alrededor.
Yo quedé aferrando a una criatura que respiraba agitada mientras lanzaba manotazos y gritaba una y otra vez:
—Coño. Suéltame, mamahuevo.
Así me mantuve por un espacio de tiempo que me resulta difícil calcular. El único objetivo que tenía en ese momento era no soltar al mechero. No era cálculo. Era más bien un impulso fisiológico primitivo que me impedía ceder.
El respiro solo llegó con los refuerzos enviados por el operador de las cámaras. Eran tres miembros de la central de la empresa de seguridad.
—Vamos a dejar en custodia al weón mientras llegan los carabineros — dijo el que parecía estar a cargo.
—¿Solo a un weón? ¿Qué pasó con el otro? — pregunté.
—El otro se alcanzó a escapar —respondió.
—¿El Kevin lo dejó ir? —insistí.
Los guardias de la central se miraron entre sí. No era una mirada de pesar. Así que descarté que le hubiese pasado algo grave. Aun así, era incómoda.
—Puta… mientras iba persiguiendo al weón se resbaló y se cayó cerca de la entrada. Así que lo mandaron para la mutual de seguridad. Más por protocolo que por otra cosa —contestó.
Al menos tenemos a uno de los mecheros, pensé para mis adentros.
—Hablando de la mutual, tú también vas a tener que ir —agregó.
—Pero si yo estoy bien. Solo necesito ducharme e irme a mi casa… —dije.
—Vas a tener que ir no más —afirmó, encogiéndose de hombros—, porque de lo contrario los dos vamos a tener problemas con la supervisora del local. En fin. Espero que Kevin esté todavía en la mutual. Y que tenga algún tutorial sobre cómo irme para mi casa en menos de 30 segundos.

